Raúl Trejo Delarbre
Nexos
15/07/2025
Morena, su propietario y la presidenta, han dividido al país. México es más débil ante amagos como los del crimen organizado, o frente al demente de la Casa Blanca, debido a esa discordia sembrada y alimentada por el populismo obradorista. Dividir a los mexicanos entre partidarios y adversarios del caudillo, y de esa manera del morenismo, les permitió asegurar adhesiones, pero enemistó al país consigo mismo.
Cada día, durante ya más de un sexenio, la polarización ha sido inducida desde Palacio Nacional. Ahora, en menos de un año, la presidenta Claudia Sheinbaum, siguiendo con asombrosa docilidad o con irreflexiva convicción el guion que le hizo López Obrador, ha encabezado la desarticulación del Estado. Al cabo de una operación fincada en trampas —la principal de las cuales fue la autoasignación por parte de Morena de una sobrerrepresentación legislativa que los ciudadanos no le dieron en las urnas— tenemos un Congreso subordinado a la coalición en el poder, un Poder Legislativo en vías de quedar devastado, la extinción de organismos autónomos y una oleada de censura contra la información profesional y la opinión crítica que el país jamás había sufrido.
Esa gran involución le da a la presidenta Sheinbaum un poder enorme. Arribamos a una autocracia. La titular del Ejecutivo tiene más poder que ningún otro presidente mexicano por lo menos en seis décadas. Ese poder, sin embargo, está acotado por circunstancias que el propio morenismo ha creado.
El gasto público se encuentra asfixiado por las transferencias a grupos sociales pero, sobre todo, por el dispendio en obras innecesarias y, según se demuestra cada vez más, exprimidas por la corrupción. La presidenta, en esas condiciones, tiene escasos márgenes de maniobra en la conducción de la economía y no cuenta con un proyecto de desarrollo nacional.
La presidenta y su partido pueden tomar decisiones relevantes, pero el control que ejercen sobre el Congreso lo han utilizado sólo para arrasar con otras instituciones del Estado. Sin ellas, todo el ejercicio del gobierno se concentra en el Ejecutivo Federal sin las mediaciones, ni espacios de evaluación y decisión, que existían para la competencia económica, la educación, las telecomunicaciones o la política energética, entre otras áreas.
Además de autonomía respecto del gobierno, los organismos hoy desaparecidos contaban con opiniones especializadas en cada uno de esos asuntos. Al liquidar tales instituciones Sheinbaum le quitó al Estado mexicano, pero también a su gobierno, esas fuentes de diagnóstico y elaboración de políticas públicas. Esa pérdida es más grave si se advierte la incompetencia e inexperiencia de numerosos funcionarios del anterior y el actual gobierno.
Al privilegiar la lealtad y no la capacidad, como de manera expresa dijo López Obrador que seleccionaba a sus colaboradores, se conformó un gobierno orientado por la ideología y los intereses políticos. El gobierno de Sheinbaum mantiene en sus cargos, o en otros similares, a muchos de esos funcionarios. Ya sea que esas designaciones se deban a decisiones suyas, o al sometimiento a su predecesor, la responsabilidad es de la presidenta. Y es ella quien sufre las consecuencias de tener funcionarios dóciles al caudillo, pero inhábiles en las áreas que encabezan. Ella es quien tiene un gobierno con escasa pericia, recurrentes dogmas y costosas inercias.
Una presidenta apoyada en el conocimiento y la ciencia tendría un equipo de trabajo con especialistas de primer nivel en cada campo, habría elaborado un programa de gobierno a partir de diagnósticos realistas, estaría reorientando al país con un proyecto de nación que reconociera los cambios del mundo, enfrentaría con decisión las causas y no sólo los efectos de la desigualdad y reivindicaría el ejercicio de la democracia. Lo que hoy tenemos es diametralmente distinto a esas aspiraciones.
La política exterior mexicana, salvo ligeros ajustes, sigue siendo aldeana y egoísta, como la quiso López Obrador. México, entre otras decisiones desafortunadas, no sólo no ha defendido al pueblo de Ucrania, como indicaría cualquier concepción que se preciara de ser humanista. Además, el gobierno mexicano ha estrechado relaciones con el régimen del invasor Putin y permite que en nuestro país se desplieguen los intereses y la propaganda rusa.
Nuestra economía retrocede un mes y se estanca al siguiente, las carencias en áreas indispensables como salud y educación afectan a decenas de millones. Ningún gobierno puede decir que primero están los pobres cuando las familias más marginadas no tienen cubiertos sus requerimientos esenciales.
La democracia, que fue motor de relevos y cambios políticos, está pasando a la historia en este país. El Estado ha dejado de ser un crisol de instituciones que se equilibran mutuamente, para convertirse en instrumento de una sola fuerza política. Autocracia implica concentración excesiva, y por lo tanto alevosa, de poder político. Sheinbaum tiene en sus manos decisiones que hace pocos meses eran facultad de variadas y complementarias instituciones. Esa es, para ella y el grupo con el que gobierna, una ventaja descomunal pero también implica limitaciones. Gobernar desdeñando voces críticas, es una manera de dar la espalda a la realidad. Sólo a partir de ese ensimismamiento, para referirnos a un ejemplo reciente, la presidenta puede aceptar como interlocutor al abogado de un narcotraficante confeso y discutir con él como si fueran iguales.
La presidenta y su grupo están a punto de dar la última vuelta de tuerca en su empeño para inmovilizar a la democracia. Ahora quieren formalizar la cooptación de la autoridad electoral y reducirla en todos los sentidos, estrangular al régimen de partidos y aniquilar la representación proporcional en el Congreso. En esas medidas, presentadas como reforma electoral aunque en rigor se trata de contrarreformas, se encuentra el último paso en la vertiginosa devastación de la democracia. No es sorprendente que una fuerza política como Morena impulse medidas como la desaparición de los diputados y senadores de representación proporcional. Lo inusitado es que los partidos de oposición permanezcan atónitos ante ese proyecto. Ni Acción Nacional, ni el Revolucionario Institucional, ni Movimiento Ciudadano, han sido capaces de colocar la defensa de la representación proporcional en el centro del debate público y mucho menos se han interesado en responder a ese intento con una propuesta alternativa de reforma electoral.
El Instituto de Estudios para la Transición Democrática acaba de publicar un prontuario de medidas para una auténtica reforma electoral. Allí se proponen garantías para que las autoridades electorales sean autónomas y profesionales. También se dice que el financiamiento público debe prevalecer en las campañas políticas para impedir que el dinero privado, o peor aún el dinero criminal, contaminen las elecciones. El Congreso debería integrarse de manera proporcional al voto ciudadano. Ese documento sugiere que, de los 500 diputados que hay, 250 sean de mayoría relativa (electos en otros tantos distritos electorales) y 250 de representación proporcional. Para el Senado, se propone que los cuatro legisladores en cada entidad sean electos de manera proporcional a los votos para cada partido o coalición. Se intenta con esas propuestas que las normas electorales, que establecen las reglas del juego político para todos, sean resultado del consenso entre las más diversas fuerzas políticas y no una imposición que carecería de legitimidad.
La representación proporcional es la mejor manera para que el voto de los ciudadanos quede plenamente expresado en la composición del congreso. Esa representación fue siempre, en México, una bandera esencial de las izquierdas que apostaban por la democracia. Algunos de quienes la defendieron cuando estaban en la oposición ahora, desde el poder, desconocen esa aspiración que hace no mucho compartían.
La representación proporcional, durante un tiempo, fue combatida por sectores duros e intolerantes en el PRI y por la derecha más ignorante. Esas corrientes decían que los legisladores de representación proporcional no eran electos por los ciudadanos, que no hacían campaña y que representaban sólo a las burocracias de los partidos. Nada de eso es cierto. El número de legisladores que llega al Congreso por ese principio depende de los votos de los ciudadanos, los candidatos participan en las campañas y la integración de esas listas depende de cada partido.
Gracias a la representación proporcional, en las últimas décadas del siglo XX fueron diputados Heberto Castillo, Valentín Campa, Arnoldo Martínez Verdugo, Raúl Álvarez Garín y Pablo Gómez Álvarez, entre muchos otros personajes y dirigentes de izquierda. En las Legislaturas LVII y LVIII, entre 1997 y 2003, fueron diputados o senadores de representación proporcional dirigentes o aliados del PRD como Bernardo Bátiz, Martí Batres, Lenia Batres, Laura Itzel Castillo, Enrique González Pedrero, Félix Salgado, José Narro Céspedes, Alberto Anaya, Porfirio Muñoz Ledo y Alfonso Ramírez Cuéllar. Por Acción Nacional, fueron legisladores plurinominales Javier Corral y Gabriela Cuevas entre otros. Lo eran, por el PVEM, Jorge Emilio González Martínez y Marcelo Ebrard. Entre los entonces priistas plurinominales estaban Eduardo Andrade, Manuel Bartlett, Esteban Moctezuma y Jorge Carlos Ramírez Marín. (Datos tomados de Quién es quién en el Congreso. Legislatura LVII y Legislatura LVIII. IETD, 1999 y 2002). En la actual legislatura, son diputados plurinominales Sergio Gutiérrez Luna e Ignacio Mier, entre otros.
La representación proporcional ha sido mecanismo de pluralidad. Sólo desde una concepción autoritaria, y con vergonzosa desmemoria de la defensa que las izquierdas y los partidarios de la democracia han hecho de ese principio, se le puede negar ahora. El Estado, y también el gobierno y la presidenta, se beneficiarían con la existencia de un Congreso en donde se expresen el contraste político y la discusión plural. Las cámaras legislativas serían representativas de la heterogeneidad política que tenemos en la sociedad y no sólo correas de transmisión de la mayoría actual. Un Congreso cuya diversidad esté asegurada por la plena representación proporcional encauzaría tensiones y revitalizaría al Estado.
Las pulsiones autocráticas rechazarán esa iniciativa. Pero, en torno a ella, se pondrá de manifiesto si tenemos gobernantes con vocación de Estado y sin temor a la pluralidad, o gobernantes miopes que sólo toman en cuenta intereses facciosos y de corto plazo.