Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
20/10/2016
Una de las principales virtudes del régimen de la época clásica del PRI fue su relativa capacidad para contener la violencia. No es que México fuera, durante los años de dominio del monopolio político, una comunidad edénica en la que todo fuera paz y armonía: los homicidios mantuvieron tasas altas y subsistieron bolsones de conflicto social en diferentes regiones del país, fundamentalmente vinculados a la lucha por la tierra, pero, mal que bien, el pacto político en el que se sustentó la estabilidad creó mecanismos para mantener la violencia y la inseguridad ciudadana en términos aceptables para la generación de rentas y el crecimiento económico.
Los mecanismos utilizados para reducir el conflicto y la violencia criminal se basaron, fundamentalmente, en el reparto clientelista del territorio entre grupos de poder locales, sometidos al arbitraje presidencial, que gestionaban pro tempore la desobediencia de la ley y establecían de manera particular los límites de la depredación, el latrocinio, el contrabando y demás delitos. La administración de la violación de la ley era una prerrogativa de las autoridades locales y una fuente más de extracción de rentas para estas.
Sin embargo, el cambio demográfico, la urbanización y, sobre todo, el crecimiento de mercados clandestinos con gran demanda, hicieron cada vez más ineficaces las maneras de administrar la ilegalidad y la violencia del antiguo pacto clientelista de venta de protecciones particulares. El cambio político, que gradualmente ha ido reduciendo la capacidad arbitraria de las autoridades y que acabó con los mecanismos tradicionales de disciplina y arbitraje de la antigua presidencia autoritaria, ha sido un factor clave en la obsolescencia de las formas tradicionales de contener la criminalidad y reducir la violencia.
La crisis de inseguridad comenzó a manifestarse precisamente en los tiempos en los que la decadencia del monopolio político se hacía evidente. La incapacidad del régimen para mantener el crecimiento y la crisis económica de la década de 1980 fueron el escenario de la irrupción de la criminalidad y la violencia sin carácter reivindicativo. Sin embargo, la tasa de homicidios tuvo una caída importante hacia el final de los años más crudos de la recesión, aunque otros delitos de alto impacto mantuvieron sus índices. Fue la guerra contra las drogas, y la decisión de romper los pactos locales de tolerancia y protección, lo que llevó a que se dispararan las muertes violentas, incluso más allá de los enfrentamientos entre las fuerzas de seguridad del Estado y las bandas de delincuentes o de las matanzas entre las propias bandas.
La inseguridad y la violencia han sido un producto no deseado del cambio político, que en casi todos los demás sentidos ha sido muy positivo. El gran problema que atraviesa el país hoy es que los antiguos mecanismos basados en la negociación particular de la desobediencia de la ley ya no son eficaces o están muy cuestionados, al tiempo que el fraccionamiento del control político provocado por la democratización ha roto las redes de complicidad y la disciplina entre las fuerzas de seguridad locales, mientras que no se han desarrollado los mecanismos de aplicación de la ley, basados en la capacidad técnica de las policías, en la probidad de las fiscalías y los tribunales y en el compromiso con la ley y los derechos humanos de las autoridades, propios de una democracia constitucional con Estado de derecho. Así, en un país atenazado por la pobreza, la desigualdad y el estancamiento económico y con un mercado clandestino tan redituable como el de las drogas, al cual se le sigue enfrentando con el empecinamiento prohibicionista, la violencia y el crimen se han salido de control.
Frente a la crisis de seguridad evidente, los políticos de todos los signos tratan de responder con ocurrencias, a palos de ciego. Que si el mando único, para eliminar la discrecionalidad negociadora de las policías municipales, que si la seguridad al mando del encargado de la política interior o, mejor no –como ahora clama la COPARMEX–, que siempre sí una dependencia específica; que si certificación policial, que si gendarmería, que siempre no. Y así, sin ton ni son.
La única manera medianamente eficaz que han encontrado los sucesivos gobiernos para mantener el control territorial y contener la fuerza de las organizaciones criminales, adquirida gracias a las ingentes ganancias de un mercado altamente redituable precisamente por su carácter clandestino, que se han vuelto extremadamente violentas como consecuencia de la pérdida de la protecciones particulares que antaño le otorgaban las distintas autoridades locales o federales, ha sido el despliegue de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública.
Fue Felipe Calderón quien, como eje central de su declaratoria de guerra al tráfico de drogas, acabó otorgándole a la milicia el papel central en su intento por destruir a las organizaciones que controlaban el mercado ilícito de sustancias hacia los Estados Unidos. A pesar de que posteriormente justificó su estrategia como un combate a todo el crimen organizado, el objetivo original de Calderón fue hacer el trabajo sucio de la política anti drogas de George W, Bush. Los resultados de aquella política han sido ampliamente documentados y el hecho es que acabó exacerbando la violencia y destruyó lo que quedaba de los controles clientelistas que la contenían sin sustituirlos por mecanismos legal–racionales de regulación de la delincuencia. Un fracaso en el que el país se encuentra entrampado sin que se vislumbren salidas.
El despliegue de las fuerzas armadas se hizo violentando la Constitución y las leyes. Muchas de las acciones emprendidas, desde las más simples, como los retenes en las carreteras, han sido claramente ilegales. Las cabezas de las fuerzas armadas han actuado con incomodidad frente al hecho y han pedido que se regule su actuación. Desde el gobierno de Calderón, la manera de responder tanto a la molestia de los oficiales como a la los reclamos de la sociedad ha sido legalizar lo ilegal, sin parar en mientes en los costos constitucionales en detrimento de las libertades y los derechos de la población. El núcleo liberal y garantista de la Constitución ha sido deformado por las reformas que han aumentado la arbitrariedad de la autoridad en el combate al crimen, como las que permiten el arraigo, por poner un ejemplo conspicuo.
La actuación de las fuerzas armadas parece un mal inevitable ante la debilidad de los cuerpos civiles y la falta de fortaleza institucional del Estado para actuar con apego a un orden legal basado en los derechos y las garantías individuales. Sin embargo, la regulación necesaria de su actuar debe establecer con claridad su carácter excepcional y no –como pretende la iniciativa de Ley General de Seguridad Interior, presentada para mi sorpresa por Roberto Gil, un senador de probadas credenciales liberales– seguir por la ruta de la legalización de la ilegalidad, como otorgarle a las fuerzas armadas facultades que corresponden al ministerio público o darles atribuciones para, ahora bajo el manto de la ley, contener la protesta social, como en los tiempos de Díaz Ordaz. La ruta de la militarización del país, como está ya probado, no nos conducirá a la recuperación de la paz.