José Woldenberg
Reforma
03/03/2016
Hace 20 años, Michelangelo Bovero publicó en la revista Este País un erudito, juguetón y provocador artículo al que tituló «Kakistocracia: la pésima república» (abril de 1996). Recordaba que Polibio (más o menos 150 años antes de Cristo) había postulado que las formas políticas se transformaban en su contrario y que el ciclo parecía responder a una ley de hierro, inescapable. Escribía Bovero resumiendo a Polibio: «cuando la monarquía real, primera forma buena en la que ha evolucionado el originario poder natural del más fuerte, se corrompe y se transforma en tiranía, ésta es sustituida por la aristocracia, el gobierno de los mejores que liberaron la ciudad del tirano; a su vez corrompiéndose, la aristocracia cambia en oligarquía, el gobierno de pocos ricos, ávidos y acaparadores, contra lo cual el pueblo instituye la democracia, en su forma buena de gobierno de las leyes; pero ésta degenerando en la ilegalidad se transforma en oclocracia, el gobierno brutal de la plebe, de la muchedumbre, que al final ‘reencuentra un amo y un monarca'». Tratando de diseñar un remedio a dicha espiral que a primera vista parecía insalvable, Polibio, apoyándose en Licurgo, buscó conjugar los valores -la cara virtuosa- de las tres formas simples de gobierno (monarquía, aristocracia y democracia) y dar paso a un régimen mixto que produjera paz, armonía, estabilidad.
Sin embargo, el ejercicio que hacía Bovero, preocupado por lo que veía en la Italia de Berlusconi, era el inverso. Pensar en que a lo mejor lo que se estaba viviendo era no la conjunción de las virtudes de las formas de gobierno sino la mixtura de la cara degenerada de las mismas: tiranía, oligarquía y oclocracia.
Tomaba a un personaje de Aristófanes de la comedia Los Caballeros llamado Agorácrito, para ilustrar el rostro siniestro de la democracia, el componente oclocrático. Se trataba de «un encantador plebeyo» llamado a ser «el salvador de la ciudad y de todos nosotros». Un hombre al que se le ha dicho que «para gobernar al pueblo no se requiere de alguien bien instruido, ni de buenas costumbres, ¡se requiere un ignorante, un desvergonzado!». Cuando éste duda y se pregunta «¿Cómo pudiera yo ser capaz de gobernar a mi pueblo?», su empleado le responde: «Es muy simple: lo que antes has hecho sigue haciéndolo. Alborota…revuelve todos los asuntos públicos. Cautiva siempre al pueblo: gánatelo con palabras bien cocinadas; tienes todo lo que se necesita para ser un demagogo: voz obscena, orígenes oscuros, vulgaridad. Posees lo que se pide para gobernar».
«Respecto a la figura del oligarca -escribía Bovero-, segunda componente de nuestra rníxis perversa», rescataba el octavo libro de La República de Platón, en el cual aparece «el rico que en cuanto tal adquirió poder político». «El argumento con el que se autolegitima el oligarca es muy simple: ‘los que poseen las riquezas son también estupendos para gobernar’ (Tucídides)». Y citando a Teofrasto (Caracteres) apuntaba: «el carácter oligárquico consiste en una avidez de dominio que se inclina siempre al poder y a la ganancia». «En Platón es la decadencia de los principios de la virtud y del honor lo que abre las puertas al régimen oligárquico y fabrica hombres que ‘aspiran a las fortunas, ensalzan al rico, lo admiran y lo elevan a las magistraturas'». Y no es de extrañar que dado que los pobres y los ricos viven en el mismo lugar (juntos pero no revueltos), «el pueblo se vuelve coautor de la oligarquía» (Isócrates).
El tercer elemento del retorcido coctel es el tirano. Y para ilustrarlo, Bovero acudió a la breve semblanza que Tácito efectúa de Elios Seiano en los Anales: «Soportaba las fatigas, era de ánimo audaz; hábil en esconder sus cosas, en cubrirse a sí mismo, en disimular; está presto para erigirse en acusador de los demás, conjuntaba la adulación (para con César) y la arrogancia…Dentro de sí mismo cobijaba un inmenso deseo de conquista».
Si el intento de Polibio era el de conjuntar elementos de tres regímenes políticos distintos «para sustraer a la ciudad del destino natural de la degeneración y de la decadencia»; Bovero jugaba con la idea de que la figura del nuevo déspota se alimentaba de los «insumos» funestos de esas mismas formas de gobierno: «al mismo tiempo amo y señor, autoritario y carente de leyes y frenos» (tirano, oligarca y demagogo). La candidatura de Donald Trump, que empezó siendo o pareciendo un mal chiste, hoy es algo más que un síntoma preocupante, es una realidad en marcha y con apoyo sustantivo.