Categorías
El debate público

Péguenle al árbitro

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

19/06/2017

La catarata de opiniones drásticas y descalificatorias que han abundado después de las elecciones de hace un par de semanas describe un escenario que sólo existe en los textos iracundos de algunos comentaristas. “Elección de Estado”, aseguran algunos con inquietante certeza, aunque los partidos distintos al PRI dispusieron de muy cuantiosos recursos y espacios en radio y televisión y obtuvieron más votos y posiciones que nunca en los cuatro estados donde se realizaron elecciones.

En el Estado de México, el Revolucionario Institucional mantuvo la gubernatura, pero su porcentaje de votos cayó del 62% a menos del 34% (ya me referí, hace una semana, a varios rasgos de esa elección).

En Coahuila, el PRI ganó el gobierno estatal en una elección que puede ser legalmente cuestionada, pero le fue mal en la conformación del Congreso. Tenía los 16 diputados locales por elección uninominal y ahora tiene 7.

En Nayarit, el PRI perdió la gubernatura y retrocedió del 46% que recibió hace seis años al 26% de los votos. La coalición PAN-PRD, además de la gubernatura para Antonio Echavarría, ganó 15 de las 18 diputaciones locales de mayoría relativa. Hace tres años el PRI ganó 13 de esas diputaciones, ahora únicamente 2.

En Veracruz, de 212 ayuntamientos, el PRI y el PVEM sólo ganaron 41. Hace tres años habían tenido mayoría en 93 municipios. Esos partidos recibieron en esta ocasión el 22% de los votos, en un estado que había sido territorio claramente priista. Ahora la coalición PAN-PRD alcanzó el 33% y Morena el 17%.

En las entidades donde hubo elecciones hace 15 días (incluyendo a Oaxaca, en uno de cuyos municipios hubo elección extraordinaria), los partidos ocuparon más de 5 millones de spots de campaña en cada una de las estaciones de radio y televisión que difunden en esas zonas.

Los partidos políticos recibieron financiamiento público por casi 5 mil 300 millones de pesos para esas campañas. De esa cantidad, sólo el 26% fue para el PRI. El PAN recibió el 19%, el PRD el 12%, Morena algo más del 10% y el PVEM el 7%.

Con los anteriores datos, que tomo de la información que ha difundido Ciro Murayama, es posible reiterar la frase que ese consejero electoral ha documentado con tanta claridad: ¿cuál elección de Estado?

¿En qué país, en el mundo, cuando las elecciones son controladas por el gobierno en turno, los partidos de oposición disfrutan de dinero abundante y de tiempos en todas las estaciones de radio y televisión? Si se trató de una elección de Estado, entonces sí estamos ante un Estado fallido, porque quienes supuestamente controlaron campañas y votaciones sufrieron retrocesos históricos en cada una de esas entidades.

Lo que hubo, en realidad, fueron elecciones complejas y en todos los casos muy competidas. Por eso los resultados, en varios de esos comicios, fueron muy cerrados. Se trata de la expresión de una sociedad plural que respalda a muy variados partidos políticos. Entre ellos apoya al PRI, para decepción de quienes quisiéramos un cambio político más drástico y, ahora, para irritación de los comentaristas que no encontraron un resultado ajustado a la medida de sus apreciaciones.

Una elección de Estado no es realizada y vigilada por los ciudadanos. Para las elecciones de hace dos semanas, el Instituto Nacional Electoral visitó a más de 2 millones 600 mil personas, de las cuales fueron capacitadas 238 mil. Si alguna de ellas ha dicho que en la casilla que le tocó cuidar hubo trampa, se trataría de un caso aislado, aunque, hasta donde tengo noticia, no se ha conocido una sola denuncia al respecto.

El 4 de junio fueron instaladas 34 mil 75 casillas. De ellas, solamente en 33 no hubo representantes de los partidos. En otras 44 (41 de estas en el Estado de México) únicamente estaba presente el representante de un partido (se trata del 0.2% de las casillas en esa entidad). Es decir, en prácticamente todas las casillas los partidos tuvieron presencia y sus representantes recibieron el acta correspondiente.

Si después de haber llenado y suscrito el acta hubo trasiego con los votos en alguna casilla, los representantes de los partidos tendrían instrumentos para denunciar que les hicieron trampa.

Hasta hoy, 15 días después de las votaciones, no se ha conocido una sola acta de casilla que muestre discrepancias con los resultados ya computados de esas elecciones.

Todo eso se ha dicho mucho en estos días. Llevamos al menos dos décadas haciendo y presenciando elecciones con gran participación de los ciudadanos en las mesas de casilla y protegidas por candados legales como las copias de las actas. En estos días, además, algunos de los especialistas electorales más reconocidos se han armado de paciencia y vocación pedagógica para explicar todo eso que se suponía que ya sabíamos. Entre otros, José Woldenberg en Reforma y Ciro Murayama en Milenio escribieron textos muy ilustrativos en donde recuerdan cómo se realizaron las elecciones recientes.

Tales textos no serían necesarios si tuviéramos una opinión publicada suficientemente enterada y, para la cual, los hechos pesaran más que las suposiciones.

Por desgracia es frecuente el juicio exprés, donde la opinión subjetiva reemplaza a la presentación de datos y las calificaciones impresionistas se convierten, en un contexto público de exigencia escasa, en los resortes de un segmento de la opinión publicada. Veamos tres ejemplos.

Leo Zuckermann, en Excélsior el 13 de junio, fustiga a los organismos electorales solamente porque eso hacen algunos partidos. “En el Estado de México, Morena, PAN y PRD se quejaron de parcialidad del Ople mexiquense a favor del candidato del PRI. En Coahuila, la actuación de su Ople fue lamentable. No sólo toda la oposición está convencida de su parcialidad a favor del PRI, sino que además la culpan de haber participado en un presunto fraude electoral. Vamos a ver qué pruebas presentan, pero es evidente que su trabajo fue patético en algo tan básico como contar los votos”.

A ese comentarista le sobra ímpetu y le faltan datos. Si aún no conocía las pruebas de los partidos con los que coincide, ¿por qué no aguardó a examinarlas y entonces juzgar a partir de ellas? Quién sabe si Zuckermann conoce las actas que tuvieron que llenar los funcionarios de casilla en Coahuila. La variedad de alianzas entre partidos que permite la ley electoral propició que en esa entidad, tan sólo para votar por uno de los candidatos a gobernador, hubiera 127 opciones. El cómputo y el llenado de actas fue sumamente difícil.

De más densidad pero igualmente apresurado es el cuestionamiento de Mauricio Merino, en El Universal el 14 de junio: “Doble muerte de la legitimidad política: los procesos electorales vulnerados desde la raíz y la gestión de los gobiernos corrompida hasta el último brote de sus ramas. Ni votos libres ni gestiones eficaces. Lo que tenemos al correr el cuarto lustro del Siglo XXI es una guerra de ambiciones que ha ido minando al Estado mexicano, sin que la mayor parte de la sociedad reconozca la autoridad ganada por los votos ni por los resultados”.

Esas expresiones del doctor Merino son ejemplo de los excesos a los que conducen la generalización y el tremendismo. Él supone que hubo trampa en las elecciones y a partir de esa presunción determina que ahora todas las elecciones son ilegítimas en México y están supeditadas a las ambiciones de los políticos. Por fortuna se equivoca. Si hubo irregularidades, no constituyen la norma en los recientes procesos electorales. La afirmación sobre la ausencia de respaldo social a las autoridades designadas en las elecciones es tan aventurada como indocumentada. La participación de los ciudadanos en la organización de los comicios y desde luego para ir a votar desmiente el tajante dictamen de ese malhumorado politólogo.

Sin la seriedad de autores como los antes mencionados, también se publican dicterios no sólo carentes de información dura y argumentación articulada, sino además definidos por un estridente propósito descalificatorio. El columnista Salvador García Soto, en El Universal el 15 de junio, hizo un llamativo esfuerzo de adjetivación para  injuriar a las autoridades electorales. Considera que la actuación del INE ha sido “vergonzosa y ominosa”, que hay “retrocesos evidentes en la inmadura democracia electoral mexicana”, que estamos “en uno de los momentos más oscuros y turbios de su historia”, que el INE padece un “silencio cómplice y negligente ceguera” y que es “manco, lerdo y pasmado”. En un solo párrafo enhebra 13 descalificaciones.

Para García Soto, no hacen falta los hechos. En esa lógica, sus propios barruntos lo eximen de la responsabilidad de probar lo que dice. Más adelante ese columnista considera que la “reciente coyuntura electoral (estuvo) plagada de vicios, suciedad, dispendios económicos y burda utilización de recursos y programas públicos”.

Todo eso es muy grave y sería plausible que aportara pruebas de tales comportamientos. Pero nada. El texto de García Soto está dominado por la locuacidad; el único sustento que tiene es su enjundiosa convicción. Con ese estilo cuestiona al consejero presidente del INE y concluye que tenemos “un árbitro débil y omiso”.

Vale la pena ocuparse de un texto así de hueco porque de manera artificiosa busca treparse en el desconcierto y el descontento ante las elecciones recientes. El árbitro electoral no ha sido omiso y tiene todos los recursos legales y políticos para fiscalizar las elecciones recientes y organizar las del próximo año. Pero sin duda hay actores políticos interesados en debilitar a la autoridad electoral.

Pegarle al árbitro es recurso de los malos perdedores y de los villamelones. Pero también es una argucia de quienes pretenden ganar sin cumplir con las reglas o de aquellos que, por lo que pudiera ofrecerse, quieren un árbitro frágil o tan atolondrado que, en vez de atender al partido, se la pasa congraciándose con las tribunas.