Ricardo Becerra
La Crónica
21/02/2018
Hasta el jueves pasado, un servidor fungía como Comisionado para la Reconstrucción de la Ciudad de México. Cargo honroso y difícil después del terremoto del 19 de septiembre. El Doctor Miguel Ángel Mancera confió en mí y se lo seguiré agradeciendo de verdad.
El nombramiento ocurrió el 26 de octubre, y luego de un paréntesis demasiado largo (dada la emergencia), el primero de diciembre por fin se emite la Ley de Reconstrucción.
En el inter, pudimos integrar –ya por completo– al trabajo de la Comisión a ocho profesionistas calificadísimos: Adriana Lobo (urbanista, especialista en movilidad), Loreta Castro (arquitecta, especialista en manejo de agua), Xyoli Pérez-Campos (Directora del Servicio Sismológico Nacional), Katya D’Artigues (periodista, escritora, activista); Sergio Alcocer (doctor en ingeniería, invitado por la Academia de Ingenieros Estructuristas de EU), Fernando Tudela (representante de México ante los Acuerdos de París), Humberto Lozano (un empresario conocedor y representativo de los negocios en la Ciudad) y Mauricio Merino (politólogo, el mejor especialista de administración pública y rendición de cuentas del país, creo yo).
Debo decir esta verdad: era difícil reunir a un grupo de tanta calidad, y con ellos, nos dimos a la tarea de presentar, el 12 de enero, el Programa de Reconstrucción (sus directrices generales) en el plazo que señala la ley.
Entre tanto la Comisión, desde el primer día se propuso escuchar a los damnificados. Hicimos 182 recorridos, en 85 sitios críticos –los más gravemente lastimados por aquella sacudida– y pudimos conversar en medio de mucho dolor, con 5 mil 657 personas aproximadamente.
Encontré malestar, un perjuicio mayor al ánimo, al espíritu y al patrimonio de miles que se agolpaban en torno a una Comisión que representaba a su gobierno y que intentaba conducirlos por el camino de una ley en ciernes, ayudando lo que podía y sin comprometer nunca, lo que no podría cumplir. Encontré una ciudadanía apesadumbrada pero receptiva, muy necesitada pero razonable, dispuesta a caminar hacia delante de la mano de su gobierno y con la Comisión.
Levantamos padrones para diversas ayudas sin consideración clientelar; ofrecimos y otorgamos centenas de dictámenes; planos de predios; gracias a los bomberos, rescatamos pertenencias vitales; informamos todo lo que fuera posible para que los muchos grupos de damnificados entendieran el cauce que les ofrece la ley; varios emprendieron estudios de suelo en sus predios; escuchamos a los expertos; fuimos una ventanilla que distribuía las muchas exigencias a nuestras Secretarías; atendimos cientos de asesorías; establecimos los primeros contactos con las desarrolladoras inmobiliarias, cámaras, empresarios, embajadas dispuestas a ayudar a la Ciudad; modificamos la Plataforma CDMX y un largo etcétera.
Todo marchaba de ese modo, si bien con lentitud, en buena lógica legal y con destellos de esperanza entre los damnificados.
Y en medio ¿la comisión era un nuevo monstruo burocrático? No: 10 tenaces jóvenes (y no tanto) hicieron todo esto y más.
Luego, a finales de diciembre, la Asamblea Legislativa tuvo el tino de confeccionar una bolsa que parece suficiente y razonable para emprender la dura tarea de la Reconstrucción: 8 mil 772 millones de pesos.
Se entiende: las dependencias deben seguir trabajando, atendiendo las tareas que le son propias y las que forman parte de la secuela del terremoto. No obstante, si hemos de seguir la pauta de la ley, poco a poco, los recursos debían dirigirse conforme a las prioridades establecidas por el diagnóstico de la Comisión y –como dice la ley– de acuerdo al resultado de los censos que ahora mismo se despliegan por toda la Ciudad. Conocer la verdadera naturaleza y magnitud del daño, humano y material que nos dejó el 19 de septiembre.
Con base en esas dos coordenadas (prioridades de la Comisión y los datos de seis censos que vienen en camino) es como se gastarían los recursos –agrupados además– en un solo Fondo administrado por la Secretaría de Finanzas.
De hecho, la Comisión propuso la creación de un Fideicomiso (de carácter público, sin reserva de información, con vigilancia técnica y ciudadana) y ya lo preparábamos para ponerlo en el escritorio del Jefe de Gobierno el martes 13 de febrero.
Hasta aquí una gruesa recapitulación de los tres meses y medio que me tocaron en la Reconstrucción: visitas a los damnificados; integración de una Comisión de primer nivel; instalación de un Comité Científico; primeros estudios; diálogo con las Secretarías de Gobierno; emisión de la Ley; presentación del programa de Reconstrucción; 8 mil 772 millones y un Fideicomiso que haría transparente el ejercicio de un proceso necesariamente lento pero que no debe detenerse.
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Los problemas empezaron en otra parte, en el Decreto de Presupuesto 2018. Allí apareció una palabra (autorizar) y un breve diseño de asignación del gasto que discrepa de aquel que ordena la ley.
Así comenzó una discusión entre la Comisión y un grupo de la Asamblea Legislativa. Un partido político incluso tuvo la puntada de llevar el caso a la Suprema Corte.
Por nuestra parte, pedimos simplemente una aclaración a la Asamblea, en la que se pudiera abrir una ventana de conciliación. Pasaron dos semanas para obtener una respuesta. Pero, incluso, los propios asambleístas publicaron desplegados en los diarios, donde se comprometían a no seguir el camino trazado por el Decreto… y sin embargo, en la noche del jueves 15, aterrizaron en mi escritorio dos oficios en los que me informaban que los recursos ya habían sido decididos en la Asamblea e incluso, muy categóricos, le decían al Jefe de Gobierno que “la utilización de los fondos públicos… debe ser considerada como agotada desde el 29 de diciembre del año pasado”.
Esto es lo que me hizo renunciar. ¿Para qué censos; para qué Programa; para qué el trabajo de una Comisión? ¿Lo ven? Dentro del nuevo esquema que se aprobó los últimos días de diciembre, la Comisión de Reconstrucción se volvió irrelevante.
Quiero decir que no juzgo ni prejuzgo intenciones. Los hechos evidentes, consumados y también documentados son mis únicas razones, los motivos que me llevaron a ofrecer mi renuncia al Jefe de Gobierno.
Suelo decir que la Ley de Reconstrucción instituía un régimen de rendición de cuentas, pero el Decreto de Presupuesto erige uno de “Aprobación de cuentas” en el que la Comisión deviene superflua y estorbosa.
Finalmente: no invité ni sugerí a ninguno de mis compañeros subcomisionados a que renunciara conmigo: esas personalidades saben muy bien lo que hacen.
Creí conveniente contar esta historia, esta sucesión de hechos, sin dramatismo ni exageraciones. Menos acusaciones de tintas cargadas. Mi agradecimiento al Doctor Mancera es permanente.
Y además, creo que las cosas tienen solución y que se está a tiempo: si el Decreto es modificado por la Asamblea –como lo pide el Jefe de Gobierno– para armonizarlo con la Ley y además, se constituye un Fideicomiso claro en el que participen todas las agencias del Gobierno, los mismos Legisladores, junto con ciudadanos reconocidos y honorables, como un instrumento práctico que coordine acciones, argumente prioridades, tome decisiones y ofrezca garantías suficientes y sensatas de transparencia a toda la Ciudad.
Por el bien de los afectados, por sus necesidades ingentes, para que la Reconstrucción no se detenga, creo, hay que imaginar ese tipo de salidas, con una Comisión mejor y renovada.
Eso sí (les aseguro) no comenzará de cero.