Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
05/09/2022
Al populismo le perjudica la independencia de los jueces. Desacreditarlos, es parte de una estrategia para la consolidación del autoritarismo.
En toda democracia, el Poder Judicial es contrapeso fundamental del gobierno. La división de poderes significa equilibrios, atribuciones específicas para cada uno de ellos, reglas que se respetan. Aquí el presidente desacredita, difama y debilita a los jueces y abomina de las leyes. De espaldas a las responsabilidades que le impone su cargo y desentendiéndose del juramento constitucional, Andrés Manuel López Obrador sostiene, con descaro, “no me vengan con que la ley es la ley”.
Para los líderes populistas, la ley es un instrumento que acatan cuando las conviene. Muchos de ellos llegan al poder en elecciones democráticas, gracias a un orden legal que garantiza la competencia política, pero una vez en el gobierno los marcos jurídicos les resultan estorbosos. Entonces buscan derogarlos, o modificarlos. Cuando controlan al Congreso, eliminan obligaciones de rendición de cuentas y procedimientos que les parecen incómodos. Si no, inventan subterfugios para reemplazar o eludir leyes e incluso instituciones: referéndums para revocar el orden constitucional, órganos legislativos paralelos a los legítimamente constituidos. A menudo, expiden reglamentos que contradicen las leyes pero en los que se apoyan para incumplirlas. El populismo reciente, especialmente en América Latina, ha ofrecido abundantes muestras de ese quebradizo compromiso con la legalidad.
La debilidad y con frecuencia el desprestigio del Poder Judicial, se encuentran entre las condiciones que propician el ascenso del populismo. Cuando la impartición de justicia está sometida a ineficiencias y corrupciones que muchos ciudadanos padecen a diario, el discurso populista que promete regenerarlo todo, o por lo menos someterlos a todos al mando providencial del caudillo, puede resultar atractivo.
La descomposición del sistema judicial es un asunto mayúsculo, cuya solución implica recursos, escrutinio público, aplicación de la ley. Al líder populista no le interesa mejorar la impartición de justicia, sino someterla a su autoridad. No quiere jueces que exijan el cumplimiento de enfadosas reglas, o que amparen a ciudadanos o empresas afectados por decisiones del gobierno.
Al caudillo populista, la legalidad le interesa cuando le conviene. Si no, la ignora o descalifica. Por eso denuesta a los jueces que toman decisiones contrarias a sus intereses y proyectos. El populismo, como sabemos, impone una concepción maniquea de la realidad y sobre todo de la sociedad: aliados y adversarios, buenos y malos. De acuerdo con el investigador Juan F. González Bertomeu: “La retórica binaria del populismo también ayuda a reclutar simpatizantes y enturbiar las aguas en la batalla contra los tribunales. Los jueces entrometidos a menudo son pintados como tecnócratas elitistas o corruptos que están armados con la ideología exactamente opuesta a la del régimen. (Como es bien sabido, el músculo ideológico del populismo es muy flexible). Dado que un régimen populista afirma ser la verdadera encarnación del pueblo, los jueces que lo confrontan no solo deciden en contra del pueblo; están en contra del pueblo” (“Working Well Is The Best Strategy: Judges under Populism”, en el blog Verfassungsblog On Matters Constitutional, 2017).
Con un estilo admonitorio en donde no hacen falta pruebas ni datos, el líder populista acostumbra descalificar a los jueces de la misma manera que hace con empresarios, medios de comunicación, expertos y desde luego políticos que no le manifiestan una adhesión irrestricta. Cuando funcionan, los equilibrios en una democracia hacen necesaria la intervención de los jueces para dar cauce a inconformidades de los ciudadanos y/o para moderar y eventualmente sancionar abusos del gobierno y de otras instituciones. Para ello existen reglas, cuyo cumplimiento distingue a los gobernantes demócratas de los líderes populistas.
El caudillo populista no desdeña a los jueces. Busca seducirlos y halagarlos, o los presiona y hostiga según le haga falta. El populismo por lo general precisa de una apariencia legal: necesita aparentar que cumple con un orden jurídico para diferenciarse de los gobernantes anteriores, a quienes culpa de haberlo quebrantado. Por eso el líder populista requiere jueces dóciles. Para ello los ablanda a fuerza de amagos o privilegios privados y públicos o, cuando puede, los reemplaza con otros.
González Bertomeu recuerda que en Argentina, a fines de los años 40, el presidente Juan Domingo Perón conformó una nueva Suprema Corte después de destituir a todos los integrantes de la anterior excepto a uno, que era simpatizante suyo. Poco después un gobernador peronista aseguraba: “los jueces de la nueva Argentina no son sólo jueces ordinarios sino jueces que saben interpretar los principios de la doctrina y la voluntad del General Perón”. Más tarde, ese gobernador decía: “No se puede concebir un juez sin identificarlo con los términos absolutos de la justicia pura: Perón y el pueblo”.
La ley, así entendida, convalida la voluntad del caudillo. Justicia es la que complazca los designios del dirigente, que encarna al pueblo. López Obrador se queja porque los cuatro ministros que postuló para la Suprema Corte no son incondicionales suyos: “ya una vez que propuse, ya por el cargo o porque cambiaron de parecer, ya no están pensando en el proyecto de transformación y en hacer justicia, ya actúan más en función de los mecanismos jurídicos”.
La molestia del presidente manifiesta el carácter instrumental que les asigna a los ministros y a la justicia misma. Le asombra que los jueces tengan criterios propios. Considera que “hacer justicia” implica subordinarse al “proyecto de transformación”. Ese “proyecto” es la suma de sus intereses y caprichos, que según él tendrían que ser amparados por los jueces.
López Obrador se indigna porque en la Corte hay ministros que “actúan más en función de los mecanismos jurídicos”. ¡Pero si esa es la obligación de los jueces! Si existen procedimientos (reglas, plazos, cauces formales, etc.) es para moderar la posibilidad de decisiones discrecionales.
Por lo general se considera que, para ser honorables y cumplir cabalmente con sus responsabilidades, los jueces, comenzando por los ministros de la Corte, tienen que ser honestos. Ahora, más que nunca antes, además tienen que demostrar que son independientes.