Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
28/12/2015
Afianzado en la ruptura y en la búsqueda, el arte reconstruye la realidad. Ya sea para imitarla o parodiarla, o en ejercicios de negación o anticipación, el creador no es tal si no tiene sentido crítico. Pablo Picasso explicó esa actitud cuando dijo, en una frase que Octavio Paz citó con admiración: “Para hacer, hay que hacer en contra…”.
Hacer en contra significa imaginar, cuestionar, subvertir. El Museo de Arte Moderno de Nueva York, MOMA, reunió un centenar y medio de esculturas que muestran a un Picasso sarcástico, juguetón, sorprendente siempre. La contundencia de esa obra llevó a la crítica de arte de The New York Times, Roberta Smith, a escribir en septiembre pasado: “Algunas exhibiciones son buenas, algunas son estupendas y unas cuantas equivalen a las obras de arte por derecho propio debido a su claridad, lirismo y sabiduría acumulada”. A esta última categoría adscribió esa comentarista la exposición de Picasso escultor.
Las salas habilitadas en todo un piso del museo en la calle 53 muestran seis décadas en el trabajo escultórico de Picasso, a partir de 1902. Allí están los temas recurrentes en sus cuadros: vasos, botellas, guitarras, violines, periódicos, gallos, perros, una cabra, monos babuínos, toros, faunos, un bufón. Por supuesto hay torsos, rostros, manos, cabezas, ojos femeninos. Mujeres de pie, sentadas, con manzanas, con cazuelas; mujeres leyendo, preñadas, otra con carreola, mujeres con mujeres; una niña saltando la cuerda, mujeres bañistas.
Pero, como anota Roberta Smith, a diferencia de sus cuadros en las esculturas de Picasso sus musas no son las mujeres sino los materiales que utiliza. Barro y bronce, terracota y guijarros, cemento, yeso, papel y cartón, madera tallada de múltiples formas, en ocasiones clavos y tornillos, pedazos de alambre, son instrumentos para moldear en tres dimensiones figuras y sensaciones conocidas en los lienzos de Picasso.
Una cuchara da sentido a la figura de una botella de ajenjo, dos coladeras de metal articulan una cabeza de mujer, el mechero de una estufa da forma y sentido a “La Venus del gas”. Ese gusto por los materiales más variados confiere agilidad pero también vitalidad a las piezas de Picasso.
Las etapas en la pintura de Picasso, el tránsito al cubismo disruptor y que a pesar de ser emblemático nunca se convirtió en cliché, tienen sus correspondientes expresiones en las esculturas que son presentadas en ocho capítulos organizados de manera cronológica. Los amplios salones del MOMA, aireados y muy iluminados, subrayan la sensación de libertad ante esas creaciones de Picasso. A pesar de la concurrencia multitudinaria que obliga al Museo a vender boletos para horas fijas, los visitantes recorren la muestra con cierta holgura.
No hay letreros junto a las esculturas. El visitante puede identificar cada pieza en el pequeño folleto que se reparte a la entrada. La ausencia de textos explicativos deja al espectador solo frente a las esculturas: cada quien experimenta a su manera la presencia categórica de estos desafíos a las formas y al espacio que hay en las esculturas de Picasso.
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Diecisiete calles al sur del MOMA se encuentra la Biblioteca Morgan que exhibe “Ernest Hemingway: entre dos guerras”. En contraste con la anchura de los salones que reúnen las esculturas de Picasso, los documentos sobre el escritor estadunidense se encuentran en un montaje minimalista, en un pequeño recinto. El visitante tiene que acercarse a unos milímetros de los marcos para leer la caligrafía frenética o para mirar las fotos de Hemingway.
Como todo escritor de culto, Papa Hemingway tuvo desplantes, excesos y excentricidades suficientes para nutrir su propio mito. Pero ninguna obra pasa a la historia solamente por las anécdotas de su creador. La exhibición en la Morgan Library documenta el mito, entre otras cosas gracias a la compulsión coleccionista de Hemingway que guardaba de todo: boletos para corridas de toros, correspondencia de amigos y malquerientes, pasaportes y visas, álbumes de escuela, recados de y para sus novias y desde luego libros y fotografías. Pero también hay huellas del escritor que trabajaba con intensidad.
Así se han reconstruido segmentos notorios de su biografía, especialmente la segunda década y la mitad del siglo XX. El periódico de Kansas en donde escribía a los 18 años; las fotos a los 19, casi niño, cuando convaleció en muletas de las heridas que sufrió en Italia, a donde había ido para conocer la guerra, cuando manejaba una ambulancia de la Cruz Roja; las frases melosas pero exigentes a sus queridas; su primer libro, Tres historias y diez poemas, publicado en París en 1923 (tenía 24 años) con todo y la portada que diseñó él mismo. También hay una invitación de Gertrude Stein para ir a una velada en su casa en París, o el retrato que su amigo Waldo Pierce pintó en 1929 mostrándolo como Balzac y la foto, medio siglo después, en donde el escritor aparece con el torso desnudo debajo del mismo cuadro.
La acreditación como corresponsal de guerra que le extendió el Departamento de Guerra estadounidense en julio de 1944 catalogó a Hemingway como “acompañante civil” con el “grado asimilado de ‘capitán’”. Según los datos allí consignados pesaba 220 libras (98 kilos) y tenía 6 pies (1.83 metros) de estatura.
Hemingway en fotos, algunas de Robert Capa: escribiendo con el lápiz en la mano, con casco militar en Alemania durante la Segunda Guerra, en tertulias y plazas de toros en España. En una de las imágenes más emblemáticas aparece manejando su barca “Pilar” acompañado del pescador cubano Carlos Gutiérrez de quien, se dice, conoció la historia del legendario lance con el pez espada que consagraría en El viejo y el mar.
Lo que más llama la atención de los lectores son los testimonios de la escritura de Hemingway. El manuscrito de las primeras páginas de Adiós a las armas está escrito con letra muy grande, con amplios espacios entre cada línea (hay unas quince por cuartilla) que le permitían tachonear y anotar correcciones. Todo a lápiz.
Cerca de allí se encuentra la carta que le escribió en 1929 Francis Scott Fitzgerald con diez páginas repletas de sugerencias para enmendar Adiós a las armas, cuyo borrador le había mandado Hemingway. El entusiasmo del autor de El Gran Gatsbylo lleva a concluir: “Es un hermoso libro”. Pero Hemingway no se lo creyó. Al calce de esa elogiosa frase anotó: “Kiss my ass. EH”.
También hay testimonio de los reclamos y exigencias del escritor a sus editores porque le disgustan la tipografía o la diagramación de sus libros. Y está la durísima crítica que Edmund Wilson escribió en 1935 para New Republic acerca deVerdes colinas de África: “Casi la única cosa que aprendemos acerca de los animales es que Hemingway quiere matarlos. Y que para los nativos, aunque hay una buena descripción de una tribu de corredores maravillosamente entrenados, la principal impresión que tenemos de ellos es que eran personas simples e inferiores que admiraban enormemente a Hemingway”.
Quienes busquen claves del mito que conduce al Hemingway trágico encontrarán evidente significado en la fotografía de niño, con menos de cuatro años, que lo muestra de pie sobre una lancha en tierra, ataviado con un ancho sombrero y sosteniendo un rifle con ambas manos. Luego se puede mirar otra foto, a los 42 años, que Robert Capa le tomó en Idaho: el escritor baja de una canoa, con una gorra que le tapa el rostro y con una escopeta en la mano derecha. Veinte años después, muy cerca de ese sitio, Hemingway se dió el balazo que terminó con su depresión y sus temores.
La exposición, apoyada en numerosos documentos de la Biblioteca John F. Kennedy, muestra al personaje aventurero, mujeriego, atormentado, subyugado por una insoslayable pasión por la muerte. Pero también está el escritor puntilloso, preocupado por sus textos, obsesionado lo mismo por la redundancia de un adjetivo que por las portadas de sus libros.
Un clásico es un autor que se redescubre a cada visita, o en cada lectura. Los clásicos adquieren significados diferentes según la circunstancia o desde la generación que los miren. Eso son, cada cual en su sitio, Picasso y Hemingway.