Salomón Chertorivski
Reforma
08/02/2015
En 1830, Honorato de Balzac emprendió, según su propio dicho, «la espantosa labor de escribir una serie de novelas y cuentos para construir la historia y la crítica de la sociedad, el análisis de sus males y la discusión de sus principios» en su colosal Comedia Humana. ¿Quién iba a decir que, 180 años después, otro francés vendría a cantarnos nuestras verdades a historia larga, las pulsiones fundamentales, el destino de la sociedad humana, pero ahora desde el campo lúgubre de la economía?
El capital en el siglo XXI es una obra que en buena hora ha venido a interpelar las bases de las ciencias sociales en el mundo, no sólo de la economía. Una de las cosas que no se ha dicho suficientemente en los últimos meses de revuelta intelectual mundial provocada por el agitador Thomas Piketty es que su libro es, en realidad, una explicación general acerca del funcionamiento de la sociedad moderna en los últimos dos siglos.
Hace mucho que no teníamos a un autor y una obra con tal ambición.
Piketty parece estar convencido de que Balzac y Austen capturan el espanto y los males de la sociedad de una forma que ninguna fórmula matemática puede lograr. Y el espanto fundamental es la desigualdad: esa condición de las sociedades humanas que no es un componente colateral del crecimiento, no un accidente, ni tampoco un hecho ubicado a las afueras de la economía.
Es precisamente allí donde está la interpelación central de Piketty a las escuelas de la economía dominante: le desigualdad es un factor tan importante como el crecimiento, en buena medida lo explica y se vuelve un ingrediente central de la reproducción social.
Para decirlo de otro modo: el sistema económico el capitalismo sin intervención pública necesita a la desigualdad. La sensatez de Piketty le impediría redactar una afirmación tan absoluta como ésta, pero es una de las ideas latentes a lo largo de toda la obra: históricamente, la acumulación originaria disparó una flecha que apunta hacia la acumulación infinita, lo que convierte a la desigualdad en un componente central del sistema, al mismo tiempo su premisa y consecuencia.
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Las leyes de «El capital en el siglo XXI» se cumplen puntualmente en México, y es aquí donde surge la inquietud principal de su obra: la compresión o la contención de la desigualdad como factor del crecimiento.
Salomón Chertorivski
La radicalidad de Piketty pone de pie lo que había estado de cabeza en el pensamiento económico moderno durante mucho tiempo: con horizonte de largo plazo, el crecimiento no es la condición natural de las economías capitalistas. Se trata más bien de episodios afortunados, breves, pasajeros, acotados en el tiempo y el espacio. Lo que parece ser la experiencia consustancial del capitalismo es el estancamiento o, para decirlo con la sensatez del autor, un crecimiento más bien modesto.
No existen las llamadas fallas de mercado. Más bien los mercados fallan, y fallan casi siempre. No estamos ante una nueva adoración del Estado, porque los Estados también suelen fallar, a veces de manera trágica y siniestra. La lección central es que los mercados no portan los mecanismos de autocorrección y de autorregulación, éstos deben hacerse, elaborarse, si es democráticamente, mejor.
El sistema económico produce desigualdad y una polarización del ingreso permanentemente. No es asunto extraeconómico, como sentenció Friedman. No es asunto de una etapa, como creyó Kuznetz. Tampoco es el destino fatal capitalista, como vaticinó Marx. La corrección de la desigualdad es uno de los temas vertebrales de la realidad y de la teoría económica, si es que el capitalismo quiere sobrevivir a sus propias pulsiones esenciales.
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Piketty pudo haber llamado a su libro «Las ilusiones perdidas de la teoría económica moderna», porque lo suyo es una subversión intelectual y política en toda línea, una propuesta programática para el renacimiento de la ciencia económica.
Esos tres componentes del libro son fácilmente reconocibles y duramente vívidos en México: muy débil crecimiento económico durante una generación, mercados extremadamente imperfectos y trágica desigualdad, una desigualdad que espanta.
Es posible que Piketty haya llegado al país históricamente más desigual, en uno de sus momentos más desiguales:
1. Hoy por hoy, el 74 por ciento del ingreso nacional se lo queda el capital.
2. Sólo el 7 por ciento de la población ocupada gana más de 10 mil pesos al mes (unos 714 dólares). En 2006, esa proporción de la población era el 12 por ciento.
3. Nuestro país es el único de América Latina que no ha iniciado ninguna política de recuperación salarial ni siquiera de los salarios mínimos en todo lo que va del siglo XXI.
Las leyes de El capital en el siglo XXI se cumplen puntualmente en México, y es aquí donde surge la inquietud principal de su obra: la compresión o la contención de la desigualdad como factor del crecimiento.
Hay pistas, evidencias, algunos ejemplos históricos en el libro, pero no una respuesta categórica: ¿es posible demostrar que menor desigualdad es, de suyo, un factor económico que acelera y se agrega al crecimiento?
Y es que en nuestro país llevamos muchas décadas escuchando y padeciendo la causalidad inversa: primero productividad, luego crecimiento, competitividad, después empleos, para finalmente mejorar los salarios. Una secuencia causal incierta y remota, que luego de muchas promesas sostenidas durante una generación no se han cumplido.
Crecimiento e igualdad es una disyuntiva que viene de lejos, desde los años de forja del Consenso de Washington, pero es hasta cierto punto tramposa, porque coloca el crecimiento en el terreno de lo científico reglas que han de cumplirse para que el crecimiento ocurra y la equidad, ubicada allá afuera, en el territorio de los valores morales.
Así, la supuesta economía normativa sucumbe sistemáticamente ante la pretendida argumentación «rigurosa y científica» de las condiciones del crecimiento. Como si fueran marxistas de última hora, los hacedores de política económica en nuestras latitudes colocan las «condiciones objetivas» del crecimiento como fase previa a las políticas de igualdad, que siempre deben esperar a que les llegue el momento del reparto.
Es una historia cruenta en México y en toda América Latina: por fin, abandonamos los autoritarismos y las dictaduras, construimos trabajosamente democracias nacientes para votar por programas de desarrollo que mejoren las condiciones de vida, su educación, su salud, algunas de ellas con mucho éxito, pero para soportar, a continuación, políticas económicas concretas de ajuste a costa de la mayoría social. Tanto cuando crecen las economías hay que esperar y, también, cuando entran en recesión, pues es imposible el reparto en momentos deprimidos.
Por eso se echan de menos en este libro evidencias y consejos para afrontar el problema de la igualdad o de la equidad social, no sólo en su obvia dimensión moral, solidaria, sino en su dimensión estrictamente económica, como condición del crecimiento.
Por tanto, hay que situar la discusión en un solo terreno, no en una falsa pugna entre lo «moral» y lo «científico», sino en las decisiones políticas concretas: ¿es posible sostener el crecimiento en el mediano plazo sin fortalecer las economías internas, redistribuyendo el ingreso?
Es un debate especialmente crítico en este momento, pues se discute si se debe iniciar una ruta de recuperación sostenida del salario mínimo, en lo que constituiría la primera reforma estructural pensada en la igualdad en México, luego de muchos años de anhelos y frenesí reformador.
El de los salarios mínimos es un debate complejo, que había tardado años en llegar a México, pues nuestras políticas económicas, de una u otra forma, han estado históricamente atadas a las visiones y prejuicios de diversas corrientes económicas, al menos desde la postguerra. Cuando no fue Kuznets fue Kaldor, el Consenso de Washington o Laffer. Gobiernos de diverso tipo han seguido sus preceptos, pero todos han coincidido en un punto esencial: primero crecimiento, la igualdad es consecuencia remota.
Y lo que hemos producido es una sociedad deformada, una que emerge dramáticamente de vez en vez, y que se deja sentir como lo que es: el principal problema económico (no sólo moral) de México. Las estadísticas oficiales más recientes vuelven a echarnos en cara esa traba estructural: los más ricos de nuestro país siguen tomando tajadas cada vez mayores del ingreso nacional, el crecimiento apenas avanza, pero la desigualdad sí lo hace.
No es un problema moral, la revisión teórica de la desigualdad a favor de la redistribución como condición del crecimiento ha dado un salto de gigante, de la mano de un «oscuro profesor parisino» como le espetaron sus primeros detractores.
Bienvenido, profesor Piketty, al país que, como ningún otro, confirma la ecuación medular de El capital en el siglo XXI.