José Woldenberg
Reforma
12/02/2015
La crisis y la gestión de la crisis fueron los detonantes del malestar que se multiplicó y llenó calles y plazas. En Grecia una deuda pública de 317 mil millones de euros, el 175 por ciento de su PIB; y un manejo «ortodoxo» de las políticas que supuso despidos masivos, recortes salariales, cierres de empresas, fueron el caldo de cultivo de una ola de fastidio que no hizo más que crecer. Quienes se mantuvieron alineados con las políticas dictadas por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el FMI pagaron los platos rotos. Los partidos Socialista Panhelénico y Nueva Democracia (que gobernaron sucesivamente) vieron caer, como en cascada, sus adhesiones y votos. Pero el malestar encontró un cauce y un horizonte distintos. Hoy, Alexis Tsipras es el nuevo primer ministro gracias a que su partido Syriza obtuvo el 36 por ciento de la votación y casi la mitad de los escaños.
En España los indignados también irrumpieron en la escena. Fue el hartazgo con políticas económicas que subrayaban la recesión lo que alimentó las movilizaciones y la toma de plazas. Esa ira hoy parece encontrar un conducto en la nueva formación política Podemos y que, según el Centro de Investigaciones Sociológicas, es ya la segunda fuerza política española. El Partido Popular parece tener una leve ventaja (27.3 por ciento de intención de voto), mientras Podemos (23.9) ya rebasa al PSOE (22.2). Los indignados aparecieron diciendo basta y hoy han forjado una opción con posibilidades de gobernar España.
Por supuesto nadie puede conocer el desenlace de esas experiencias. En primer lugar, porque una cosa es ser oposición y otra gobierno. Y en segundo, porque los endeudamientos están ahí y no hay exorcista que pueda difuminarlos, aunque sí eventualmente renegociarlos en términos menos severos. Pero en ambos casos fue posible traducir un estado de ánimo en una política alternativa.
La rabia, el enojo, el malestar, fueron los catalizadores, los resortes que estallaron, las primeras expresiones de insatisfacción.
Pero hubo quien imaginó y trazó una ruta alternativa posible. Alguien que no dio la espalda a la política sino que supuso que otra política era posible y que para ello era necesario organización y explotar la vía civilizada a través de la cual puede expresarse la sociedad (un mosaico de pulsiones, intereses, ideologías, proyectos, que forja corrientes mayoritarias y minoritarias cambiantes): las elecciones.
Ni abstencionistas, ni anulistas del voto ni menos aún saboteadores del método que convoca en un solo día a millones de personas a expresar sus preferencias. Política para hacerle frente a políticas que no gustan, participación no solo en las calles sino en las urnas porque no existe una fuente de legitimidad mayor y mejor para proyectos alternativos. Movilización sí, pero con una perspectiva propia y una vía transitable para hacerla realidad. Porque los humores públicos no solo son cambiantes sino volátiles.
La supuesta radicalidad de no asistir a votar o de anular el voto para hacerles saber a los partidos que «todos son lo mismo», no solo es una falacia, no solo deja en manos de los otros (los que sí votan) la decisión de quiénes nos van a gobernar, sino que además diluye una fuerza potencial que así no podrá afirmarse. Aquellos que pretenden impedir que las elecciones se realicen no solo quieren obstruir la voluntad de los más, juegan con un fuego que difícilmente pueden controlar, porque de no celebrarse los comicios, de no existir autoridades electas, de producirse un vacío de poder, entonces el expediente del Estado de excepción podría hacerse realidad.
Por desgracia, las normas para registrar nuevas opciones políticas (partidos) establecen que la puerta de entrada se abre cada 6 años. Con lo cual cualquier proyecto alternativo tendría que esperar hasta 2019 para empezar su trámite y poder participar en las elecciones de 2021. (Existe también la opción de una red de candidatos independientes que eventualmente construyan un partido de «candidatos independientes»). Esa regresión en las disposiciones legales (antes la puerta se abría cada 3 años, es decir, cada vez que nos encontrábamos ante unas nuevas elecciones federales) impide que aquellos que no se sienten identificados con ninguno de los partidos registrados puedan forjar de manera expedita su propia opción. Fue algo más que un error y debería rectificarse.
La cuestión, sin embargo, se mantiene abierta: ¿cómo lograr que el malestar se convierta en propuesta, organización, opción?