Ricardo Becerra
La Crónica
06/12/2022
Para cerrar el año, reviso los últimos informes internacionales que monitorean estadio y calidad de muchas democracias en el mundo: IDEA internacional (bit.ly/3Yc71jN); Economist Intelligence Unit (bit.ly/3VwT8KV); V-Dem (bit.ly/3Hd2ZkX) y Freedom House (bit.ly/3XZ8DwR). La tendencia persiste: casi en todas partes las condiciones democráticas se corroen, sea por la captura del poder judicial, por la intensa polarización política, por el acoso a la prensa, por la violencia e inseguridad que no permiten ejercer derechos, por la militarización de varias zonas de la vida civil, por poderes legislativos rendidos y balbuceantes ante el poder ejecutivo, el cierre de universidades y centros de investigación, el boom de las feak news, el gobierno de los otros datos y un largo etcétera. No en todos los países ocurre lo mismo, por supuesto, pero estos son los síntomas que más frecuentemente se repiten en nuestro tiempo y empeoran -una pieza si, y otra también- la democracia en nuestros países.
Con base en ellos apareció un ensayo que me parece obligado revisar si vamos a entender lo que nos está pasando (por supuesto, también en México). Me refiero al publicado por Stephan Haggard y Robert Kaufman hace unos meses (puede verse aquí, bit.ly/3h61wlF). Es un estudio empírico de los casos de autoritarismo en marcha, en donde la politología alcanza un escalón teórico superior, pues se identifica la secuencia típica en la que esos gobiernos avanzan, y sus anotaciones no tienen desperdicio.
En primer lugar, polarizar, extremar la confrontación política y social de sus sociedades. En segundo, colapsar la división de poderes, sujetando a los legisladores a la voluntan del ejecutivo y finalmente, la captura de los órganos electorales, ¿les suena?
Nuestros autores demuestran los efectos de la polarización que no sólo envenena el debate público, cancela cualquier posibilidad de diálogo, los problemas públicos no se discuten en sus términos (todo acaba refiriéndose al líder y a sus enemigos reales o supuestos) y desata una espiral que convierte, competidores en adversarios, éstos en enemigos y finalmente, en traidores.
El colapso de los congresos concede cambios en la estructura legal, restando facultades a las instituciones de control, regalando cargos al ejecutivo y disminuyendo el contexto de rendición de cuentas y de transparencia ante el autoritario. Y finalmente: la apropiación de las instituciones que administran y organizan las elecciones de un país, sujetándolas al capricho centralizador y disminuyendo su imparcialidad y sus capacidades técnicas.
Este tipo de procesos declinantes ha ocurrido en Hungría, Bolivia, Venezuela, Zambia, Rusia, Estados Unidos, Turquía y una decena más de países en los últimos tiempos y es profusamente documentado por Haggard y por Kaufman.
El fenómeno es mundial y forma parte ya de un extenso campo de estudio que reconoce patrones comunes y estrategias reiteradas por estos nuevos autoritarios que, insisto, llegan al poder en democracia para luego destruirla.
Llamo la atención: el último eslabón, la última etapa en la que el autoritarismo culmina su obra, está en las instituciones electorales. Y en ese momento -que vive México, como se ha vivido ya en multitud de países- se juega la contención o expansión del autoritarismo.
Hasta el 6 de diciembre de este año mexicano, sigue siendo una cuestión abierta.