Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
27/04/2017
La discusión abierta por las iniciativas presentadas sobre seguridad interior –argucia para regular la presencia de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública, a contrapelo de la reforma constitucional de 2008, que estableció taxativamente el carácter civil de estas funciones– ha tenido la virtud de reabrir el debate central: el del modelo policial necesario para garantizar la seguridad y reducir la violencia en una democracia constitucional como la que muchos aspiramos a construir en México.
La reiteración de la necesidad de regular el papel de las fuerzas armadas en tareas que constitucionalmente no les corresponden, ni les deben corresponder en un Estado democrático de derechos, es la prueba más contundente del fracaso de las políticas públicas puestas en marcha desde la creación del Sistema Nacional de Seguridad hace dos décadas. Durante estos veinte años, en lugar de mejorar, la seguridad en México ha ido en creciente deterioro, sobre todo a partir de la malhadada declaratoria de guerra de Calderón, decidida sin una evaluación sólida de las circunstancias, como una salida al paso que después tampoco ha sido seriamente evaluada en sus consecuencias y ha sido seguida inercialmente por el actual gobierno, incongruente con sus ofertas iniciales de cambio de estrategia.
La insistencia de los personeros gubernamentales y de sus representantes en el legislativo en que se apruebe una legislación que regularice la utilización del ejército y la marina en el combate a la delincuencia significa el reconocimiento del abandono de sus promesas iniciales, pues al empezar su gestión Peña Nieto planteó la sustitución de las fuerzas armadas en estas labores por una gendarmería civil bien entrenada y dependiente de la policía federal, junto con una estrategia de prevención. A la vuelta de los meses, los recursos destinados a prevenir la violencia y el delito fueron gastados de la única manera en la que los gobiernos del PRI (y del resto de los partidos, faltaba más) saben hacerlo: como reparto clientelista; al mismo tiempo, el proyecto de la gendarmería fue abandonado y se interrumpió el proceso de fortalecimiento de la policía federal.
Ante los fracasos evidentes, la culpa se trasladó a los municipios y, en sintonía con otras iniciativas centralizadoras, en diciembre de 2014 Peña envió una iniciativa de mando único policial que se enfrentó a fuertes resistencias y fue sustituida en el Senado por una propuesta de mando mixto, sin que ninguna de las dos tuviera un buen sustento técnico ni tomara en cuenta la experiencia de buenas prácticas policiales desarrolladas en otros países del mundo. Ahí estamos entrampados ahora: en una discusión que no llevará a ninguna parte, mientras que cada vez más, la seguridad se deteriora y el Estado mexicano se muestra incapaz de cumplir con unas de sus tareas esenciales: la reducción de la violencia y la garantía de la vida y la propiedad de la ciudadanía.
Ante el desastre de seguridad en muchas regiones del país, desde hace tiempo se ha vuelto costumbre que el gobierno federal, los gobiernos estatales y los municipales se echen unos a otros la culpa de los fracasos reiterados. Ahora salen los gobernadores panistas, con la notable excepción de Javier Corral, de Chihuahua, a pedir la aprobación de una legislación de seguridad interior con la cual podrían lavarse las manos de sus responsabilidades y pedir la intervención militar una y otra vez ante su incapacidad de hacer sus tareas constitucionales.
En lugar de clamar por un marco legal para descargar en las fuerzas armadas tareas que no les corresponden, la discusión seria debería centrarse en el diseño policial indispensable para resolver el problema de la seguridad en el largo plazo, lo que debe incluir una buena reglamentación del uso de la fuerza del Estado.
No se parte de cero. Hace mucho que distintos especialistas, como Ernesto López Portillo durante sus años como director del Instituto para la Seguridad y la Democracia A. C., han presentado estudios y propuestas de reforma policial basadas en la experiencia internacional y en la investigación académica. Es evidente que el desastre en el que está inmersa la seguridad es producto del gran problema que atraviesa todo el andamiaje estatal mexicano: la falta de profesionalización.
El Estado mexicano se ha basado, desde su primera construcción, en un sistema de botín que ha repartido el empleo público entre clientelas.
Las policías, en la base misma de la organización estatal, han sido también la expresión más clara de incapacidad del Estado mexicano para resolver su problema de agencia, precisamente por la falta de incentivos profesionales de largo plazo para sus integrantes, por lo que en ellas se manifiesta de la peor manera la venta de protecciones particulares y la negociación personalizada de la desobediencia de la ley que ha caracterizado a la institucionalidad mexicana.
Esas policías sirvieron para garantizar cierta seguridad y reducir relativamente la violencia en los tiempos del arreglo autoritario, pero ya no sirven más. Es necesario reconstruirlas desde sus cimientos. Lo primero que se debe redefinir es el ámbito de competencia: qué le corresponde al municipio, qué a los estados y qué a la federación en materia de seguridad y protección ciudadana. No se trata de quitarle a los municipios toda la responsabilidad. Se trata de acotarla a lo que pueden hacer bien, lo mismo que a los estados, con base en policías profesionales, reclutados con base en estrictos procedimientos de evaluación de capacidades y con criterios de promoción y permanencia basados en el buen desempeño y la probidad evaluados con claridad y con sistemas de rendición de cuentas externos, auditados con precisión y vigilados por la ciudadanía.
El rediseño necesario pasa por la revisión de los criterios actuales de certificación policial y por la reorganización estructural de los cuerpos policiacos de todos los niveles, no por la declaratoria de mandos mixtos o únicos, como si por ensalmo eso resolviera los problemas de corrupción e ineficacia. Desde luego que una reforma de este tipo cuesta e implica un esfuerzo institucional serio de los gobiernos estatales, que se han mostrado reacios a hacer lo que les corresponde en esta materia. Y es que invertir en mejora policial no deja margen de ganancia para los negocios personales de los políticos, como lo deja la obra pública, por ejemplo. Sin embargo, es ahí donde se juega buena parte de la eficacia gubernamental.