Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
22/02/2018
Han quedado ya prácticamente cerradas las coaliciones rumbo a la elección de 2018. Es verdad que se trata de coaliciones preelectorales, típicas de los sistemas presidencialistas y mayoritarios, donde los pactos se hacen antes de los comicios –con base en estimaciones anticipadas del peso de cada actor– y que no necesariamente van a ser las coaliciones legislativas y de gobierno, pero determinan de entrada quiénes serán los actores entre los que se construirán los pactos en el siguiente ciclo político. Una cosa ha quedado perfectamente clara: los acuerdos serán entre los mismos; no existe ninguna opción real de cambio, puesto que no estarán representados intereses diferentes ni opciones innovadoras. Los candidatos de todos los partidos que hasta ahora han abierto sus barajas están muy vistos: han estado en la liza desde hace muchos años y aunque ahora se presenten bajo banderas de las que antes abominaron, conocemos ya sus mañas.
El lunes en Reforma Roberto Zamarripa lo decía bien: el PRI sobrevivirá a su debacle renaciendo en el resto de los partidos. La abrumadora mayoría del material memético de la política mexicana proviene del big bang priísta. Incluso el núcleo duro del PAN histórico desarrolló sus prácticas en el marco institucional del antiguo régimen y solo un puñado de históricos de la izquierda proviene de grupos excluidos del arreglo autoritario.
La reforma de 1996 fue en realidad un pacto de consolidación para generar reglas del juego entre actores que ya participaban en el juego político; los pactantes de más reciente ingreso habían arribado con la última apertura significativa, la que se dio a partir de la reforma de 1977. A partir de entonces, a la competencia solo han ingresado redes de clientelas, las más provenientes de desgajamientos del PRI, como las que dieron origen al ahora Movimiento Ciudadano o al PANAL; la excepción es la red evangélica en la que se asienta el Partido Encuentro Social, de consolidación posterior, pero con el tipo de entramado capaz de aprovechar el sistema de incentivos del sistema electoral mexicano de la transición, excluyente de las opciones construidas por ciudadanos en torno a un programa y a una lista de candidatos, pero proclive a la entrada de grupos con clientes cautivos.
El cambio político de 1996 no propició una ampliación en el acceso a la organización política. De ahí que a partir de entonces los jugadores hayan sido esencialmente los mismos, alineados en bloques permeables pero definidos. El núcleo esencial de MORENA, por ejemplo, lleva en la política al menos tres décadas. No tienen elementos para alardear de cambio alguno, sobre todo cuando se ve quiénes formarán sus equipos legislativos. Los más jóvenes suelen ser hijos de alguien que ya en los setenta estaba desarrollando sus capacidades para vivir de la política electoral.
¿De verdad alguien ve alguna novedad relevante en las listas de alguno de los grandes partidos? Lo único entretenido de la revelación de las candidaturas ha sido el juego de las sillas que ha llevado de una coalición a otra a diversos personajes ya muy vistos. Es hilarante ver al solemne panista Germán Martínez en las filas de los desastrados morenistas. Que Xóchitl Gálvez esté en la lista del PRD no es tan sorprendente, pero el patético Mancera en la del PAN provoca una mueca de burla. La promiscuidad de las listas conocidas este fin de semana no es más que muestra de una endogamia que ya está provocando taras irreversibles en el inventario memético de la política mexicana.
No logro comprender a quienes siguen viendo en MORENA una opción de cambio redistributiva. Cuando veo quiénes son sus candidatos, lo único que encuentro es redes de intereses ya incluidos en el reparto oligopólico de rentas, donde los más pobres reciben migajas a través operadores particularistas de programas estatales. ¿De verdad es esperable un cambio en la balanza de poder cuando serán los mismos de las últimas tres décadas quienes estén en ambas cámaras? No hay tampoco en las propuestas presentadas grandes novedades si descontamos los disparates, como el registro nacional de necesidades personales con el que salió Meade o, menos graciosa por lo que de amenaza tiene para el Estado laico, la asamblea para redactar una Constitución moral que ha ofrecido López Obrador en su protesta como candidato de los evangélicos del PES, investido de personaje bíblico por el presidente del partido.
En todo caso, la novedad de las campañas es la desfachatez con la que los grupos religiosos están interviniendo, ante la inacción calculada de las autoridades, siempre omisas en el cumplimiento de la ley cuando de topar con la iglesia se trata. No sólo los evangélicos del PAS, sino sobre todo la iglesia católica se ha descarado cuando sale a celebrar los despropósitos del insignificante Mikel Arriola, candidato derrotado de entrada que trata a la desesperada de conseguir algunos votos recalcitrantes en una ciudad que está ya muy lejos de sus andanadas de beatería.
Si algo está marcando este proceso electoral es el predominio de la derecha conservadora en todos los bandos. Lo poco de progresista que pudiera quedar en el cascarón del PRD, secuestrado por catervas de especialistas en la apropiación de rentas estatales, ha quedado a la zaga del PAN y su tibio candidato, incapaz de despegar con base en un discurso atractivo para la sociedad civil con causas. En el bando de MORENA ha predominado la izquierda menos innovadora y ahora ha quedado rodeada de las alianzas retardatarias y oligárquicas construidas por su líder incontestado.
No deja de sorprender la manera en la que los fieles de López Obrador han intentado justificar la candidatura de Napoleón Gómez Urrutia. Que si no ha sido declarado culpable por ningún tribunal, que si es en realidad un perseguido político del foxismo por haberse enfrentado al grupo México, que si patatín, que si patatán. No parecen hacerse cargo de que Napito representa precisamente al tipo de sindicalismo que prohijó y protegió el régimen del PRI: organizaciones corporativas que tenían por objeto el control político de las demandas de los trabajadores para subordinarlas a los intereses de la coalición de poder, no la defensa de los intereses obreros. Se trata de las burocracias sindicales que la izquierda de los setenta llamaba peyorativamente charras, lo que era sinónimo de abyecta subordinación al poder.
Aquellos sindicatos, que hasta hoy siguen siendo monopolios, fueron extremadamente eficientes para llevar a mejorar las condiciones de vida de sus líderes, peros son los responsables de que los beneficios económicos del crecimiento sostenido apenas si se notaran en los niveles de vida de los asalariados, convertidos en base de acarreo para la legitimación priista. Que López Obrador se convierta ahora en su campeón no dice otra cosa más que en realidad su proyecto es restaurador.
El PRI, por su parte, hace mucho que solo representa intereses oligárquicos y conservadores. No sería un mal resultado que de esta elección no quedaran más que sus despojos. Lo malo es que se ha reproducido como metástasis por todo el cuerpo político.