José Woldenberg
Reforma
08/03/2018
La política puede ser una actividad que construya horizonte para todos (o los más), resuelva conflictos, ofrezca cauce a intereses y reivindicaciones diversas, señale desafíos y trace rutas para superarlos; puede ser una práctica productiva que permita una mejor convivencia. Pero, puede ser lo contrario: una fórmula para enviciar el espacio público, erosionar las relaciones sociales, multiplicar la conflictividad, envenenar la vida en común. Lo hemos vivido en México pero parece no existir memoria suficiente. Permítanme recordar tres experiencias en materia electoral de la historia reciente que resultaron productivas y tres aún más cercanas que desgastaron lo construido.
Los años setenta fueron duros y esperanzados. Luego de la matanza de Tlatelolco, una conflictividad creciente se extendió por el país: en las universidades, en no pocos sindicatos, en organizaciones agrarias y populares, se expresaron reclamos que generaron movilizaciones, huelgas, invasiones de tierras, que en algunos casos lograron sus objetivos y en muchos otros fueron reprimidas. Años tensos, cargados de reivindicaciones que expresaban que el viejo modelo de quehacer político vertical y monopartidista, era incapaz de ofrecer un cauce al México diverso que no cabía ni quería hacerlo bajo el manto de una sola ideología, programa o partido. En contraparte, en 1976 México vivió unas elecciones en las que el único candidato a la Presidencia obtuvo, por supuesto, el cien por ciento de los votos válidos. Ese desfase entre el México social y el México formal fue el acicate para que el presidente López Portillo y su secretario de Gobernación, Reyes Heroles, idearan una reforma para incorporar al mundo institucional-electoral a las fuerzas políticas a las que se mantenía artificialmente marginadas, al tiempo que se modificaba la fórmula de integración de la Cámara de Diputados para inyectarle un cierto pluralismo.
Luego de la profunda crisis post electoral de 1988, el PAN, el PRI y el gobierno fueron capaces de tirar al cesto de la basura las añejas instituciones electorales y diseñar unas nuevas. Se trataba no solo de restañar las infectadas heridas de un proceso que había dinamitado la confianza en el expediente comicial sino de crear mejores condiciones para la expresión y recreación de la pluralidad. La fundación del IFE, del Tribunal Federal Electoral, la confección de un nuevo padrón a parir de cero, la mejor regulación del financiamiento público, fueron respuestas atinadas y un impulso relevante para pavimentar el terreno donde se juegan las posibilidades de una competencia y convivencia pacífica, institucional, con alta participación ciudadana.
1994 fue un año cargado de nubarrones. El levantamiento armado del EZLN y el asesinato del candidato del PRI, Luis Donaldo Colosio, generaron un clima de incertidumbre y miedo. La violencia política tomaba el escenario. Ante ese reto, el conjunto de las fuerzas políticas supo responder redoblando entre ellas las garantías necesarias para llevar a cabo unas elecciones dignas. Se modificó la integración del Consejo General y se depuró la estructura ejecutiva del IFE, se permitió el acceso a la base de datos del padrón a los partidos, se realizaron auditorías al mismo, se hicieron llamados para que las radiodifusoras y televisoras hicieran una cobertura equilibrada de las campañas, se celebró el primer debate entre candidatos presidenciales, se promovió la participación de observadores, se invitó a “visitantes extranjero”, todo con el fin de demostrar que la política resultaba superior y más productiva que la violencia.
Todo ello sucedió en el siglo pasado. Y las operaciones fueron cada vez más inclusivas. Y en las tres hubo grandeza de miras, preocupación legítima por el rumbo del país.
Pero la política puede ser otra cosa. En 2005, el Presidente Fox y la PGR promovieron y lograron el desafuero de Andrés Manuel López Obrador para impedirle aparecer en la boleta (luego, por fortuna, el Presidente dio marcha atrás). En 2006, AMLO desconoció los resultados electorales y se proclamó, sin base alguna, presidente legítimo. Y hoy, el gobierno del Presidente Peña Nieto desata una campaña desde la PGR contra un candidato presidencial. Lo dicho: la política puede servir para construir o para desgastar la democracia.