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El debate público

Política, sentimientos y malestares

Rolando Cordera Campos

La Jornada

11/04/2021

Poco importa el tema del que hablemos; sea el cambio climático o las pandemias de hoy y de mañana; nos refiramos a la persistencia inicua de la desigualdad y la pobreza o debatamos la necesidad y pertinencia de una reforma tributaria, fiscal o hacendaria; en todo, ineludiblemente, topamos con la dificultad de traducir esta deliberación en decisiones de política. No se diga dar lugar a formas ágiles y adecuadas de gobierno para atender la problemática.

No hay sintonía entre voz y voto. Conquistamos el segundo y la primera se extravió.

Se nos dice –Clara Jusidman ha sido enfática e insistente en esto– que las sociedades del mundo encaramos graves problemas de gobernanza; sin duda, éste parece ser uno de los nudos, pero otro no menor tiene que ver con (in)capacidades cognitivas de las destrezas necesarias para acometer las acciones políticas conducentes, y esto sin mencionar las formas para tratar con el nuevo mundo bravo, articulado por los saltos cuánticos en la tecnología que inundarán los tiempos post-pandémicos.

Con lo anterior quiero sugerir que estamos en una travesía no sólo abrumada por las adversidades, sino por inclementes incertidumbres e ignorancias. A lo que hay que añadir la inclinación universal a tapar el sol con un dedo, creer que soslayando los problemas por sí solos se resolverán.

Este déficit político y de las democracias realmente existentes, no es algo que nos haya llegado de repente, como dardo envenenado del nuevo milenio, o de la globalidad impetuosa con que se cerró el siglo. Hablamos de resultados no advertidos, no atendidos, de las vueltas del mundo y sus cambios tecnológicos que pueblan demografías y geografías portando malestares con los que ni estados nacionales, gobernantes o partidos, parecen ser capaces de contender, no digamos comprender. Se trata de un auténtico malestar de nuestro tiempo sin la compañía de Freud.

Frente a estas marañas de emociones, miedos y desconciertos existenciales, poco parece tener que hacer o decir el voto ritual de la democracia moderna. Votar entre opciones políticas es, así se ha entendido, el primer paso de un ejercicio que pone en movimiento el conjunto de la máquina de decisiones y visiones a partir de las cuales se configura una manera particular de gobernar el Estado y la sociedad.

Cuando las expectativas no se cumplen y la política formal se desenvuelve en paralelo y alejada de este abigarrado conglomerado de subjetividades, el edificio democrático todo empieza a crujir. Retorna el descontento original con el orden estatal y de la incertidumbre y la angustia se pasa al malestar en y con la democracia. Empieza a imponerse un círculo cerrado que amenaza volverse vicioso, morboso y sin salida.

La política plural, que algunos llegan a ver como un gran juego de azar, se desgasta y los actores políticos optan por el cinismo como forma principal de vivirla.

Con todo y su perfeccionamiento técnico y conceptual, la democracia sigue siendo una variable estrechamente dependiente de esa voluntad primigenia depositada en la subjetividad del ciudadano. Esclavo de sus pasiones e intereses, estén o no constreñidos por estructuras partidarias, ideologías o intereses, el ciudadano busca afirmarse como célula madre de la sociedad, el Estado y la política.

Si decide renunciar al voto, toda la maquinaria lo resiente, la legitimidad originaria se vuelve difusa y el ejercicio democrático opaco. La desconfianza emerge poderosa y corrosiva y la paranoia irrumpe en el escenario.

Si nos atenemos a las encuestas y sus hermeneutas, no es ese escenario el nuestro; dicen, al contrario, que debemos esperar incrementos en la participación que, apuntan, confirmarán el predominio del Presidente y su coalición. Pero, lo que no aparece ni en los discursos ni en los gestos, es algún reconocimiento de que entre el voto ciudadano y el buen gobierno hay mucho trecho, vacío que no se llena a golpe de confrontaciones con los que no piensan igual, tampoco con amenazas contra los órganos fundamentales que, como el INE, inventamos para producir y conservar la confianza del mexicano en la política democrática.

Exterminar estos órganos, como quiere un hotentote dirigente del partido mayoritario, quiere decir borrar la democracia que tenemos. Un agravio proponer que una pieza fundamental del engranaje armado para transitar por el largo camino que nos propusimos para transformar nuestras reglas de juego político-electorales ya no tiene sentido. Memoria díscola que reniega de instituciones que aseguran el libre juego de partidos y el respeto absoluto al voto y a la voluntad popular, condiciones indispensables para la democracia.

Permitirlo, sería una vergüenza que pesará sobre todos si no lo repudiamos ya.