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El debate público

Política sin política

José Woldenberg

Reforma

12/03/2015

Usted y su pareja quieren ir al cine pero tienen preferencia por distintas películas. Pueden entrar en una discusión desgastante o tirar un volado y dejar que la suerte decida. Dejar al azar la decisión puede ser una muy buena opción. Se trasciende la tensión que genera, de manera natural, toda decisión y es la fortuna quien resuelve el diferendo.

Creo recordar que Jon Elster -no encuentro el libro- se remontaba al pasado remoto para ilustrar las muchas fórmulas que el hombre ha utilizado para evadir una decisión dejando al albur la resolución de un problema. La «diezmada» de los ejércitos, si mal no recuerdo, consistía en formar a los prisioneros e ir contándolos del uno al diez, y a todos los que el azar había colocado en la décima posición eran asesinados. Those were the days my friends. Ni largos y prolongados juicios, ni burocracia impertinente, ni reflexión sobre las responsabilidades individuales, ni derecho a la defensa, ni… Dado que se había decidido que uno de cada diez debía morir, sería la suerte la que pusiera en el paredón a las víctimas.

Pero la fórmula de decisión al azar no solo ha sido un asunto del rancio pasado. En Estados Unidos, cuando empezaron a surgir las máquinas dializadoras, es decir, los aparatos que limpian la sangre de los pacientes a los que se les han atrofiado los riñones, hubo una demanda muy superior a la oferta. Eran mucho más los enfermos que la capacidad instalada para atenderlos. Se acudió entonces a la conformación de comisiones de especialistas (médicos, trabajadores sociales, enfermeras) para que dictaminaran a quiénes se le debería prestar atención y quiénes quedarían fuera. Dichas comisiones empezaron a ser conocidas como los comités de la muerte y no se necesita demasiada sagacidad para imaginar el desgaste anímico de quienes las integraban. Su labor consistía en otorgar la posibilidad de prolongar la vida pero también de condenar a muerte. Pues bien, se resolvió que dentro de ciertos parámetros la mejor solución era que un sorteo decidiera a quiénes se les atendería y a quiénes no. De esa manera se salvaba más o menos al mismo número de enfermos pero sin el desgaste del personal médico.

Morena ha confeccionado sus listas de diputados plurinominales a partir de la postulación de 10 candidatos por distrito y luego un salomónico sorteo. Se dijo que de esa manera se evitaban los arreglos entre grupos y precandidatos, las negociaciones espurias, los tratos para sumar fuerzas. En síntesis era una fórmula para desterrar la política de la política e instaurar el reino de la suerte, del inmaculado azar. Ya no los sospechosos esfuerzos por multiplicar delegados, por forjar alianzas, menos aún se requieren pesados argumentos ni dudosos votos, solo la mano invisible del destino. Un invento digno de ser patentado. Con él no habrá rencillas, tensiones, ni el desgaste que significa negociar y decidir. En su lugar, la suerte que es ciega y a la que no se puede culpar del triunfo o derrota de los postulados. Todos tuvieron su oportunidad y fue el destino -el cruel destino, como dice la canción- el que dejó a la vera del camino a muchos. ¿Ante quién quejarse?

Bueno, llevemos el experimento al extremo. Hagámoslo nacional y revolucionemos nuestra feúcha democracia. Que todos los candidatos a todos los cargos públicos salgan de los respectivos sorteos que hagan sus partidos. Y que el siguiente paso sea que esos candidatos a todos los cargos (Presidente, diputados, senadores, gobernadores y sígale usted) vayan a una nueva rifa. Podría ser el primer domingo de junio. Se instalarían tómbolas en las que se colocarían unas canicas con los nombres de los diferentes candidatos. Y luego de agitarlas, con una mano santa o sin mano santa (para evitar suspicacias), aparecería la esfera ganadora. De esa manera no requeriríamos padrones de electores, mesas directivas de casilla, farragosas campañas, financiamiento a los partidos, mítines y marchas, debates, boletas y actas, y pensándolo bien ni INE ni Tribunal ni Fiscalía Especializada. De ello se encargaría la Lotería Nacional que tiene una larga experiencia en la materia.

Desterraríamos de un plumazo la agitación y el nerviosismo, los enfrentamientos verbales. Al desaparecer los electores, éstos no tendrán por qué romperse la cabeza en si votar o no o por quién, en si anular o hacer proselitismo. El imperio de la suerte aparecería límpido ante nosotros y ya sabemos que no existe nada más legítimo, indescifrable e irrebatible que el azar.