Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
15/11/2018
Hace un par de días circuló en los medios y en las redes una noticia de escándalo: el abogado del Chapo declaraba, en una sesión previa al inicio formal del proceso contra su cliente, que Felipe Calderón había sido sobornado por Guzmán Loera cuando era presidente de la República para que le garantizara impunidad. Imagino que nadie en su sano juicio ha tomado los dichos del defensor del presunto capo como una prueba de culpabilidad de Calderón. La mayoría de la gente sensata presumirá que el ex Presidente es inocente de esa gravísima acusación, en tanto que no surjan pruebas contundentes.
¿Qué ocurriría, en cambio, si a Felipe Calderón se le aplicara –como ha sugerido con sorna Catalina Pérez Correa– el régimen especial que él mismo estableció, con el apoyo de los legisladores de casi todos los partidos, en la Constitución y en las leyes penales para los sospechosos de delitos de narcotráfico? De inmediato, después de la acusación, se le hubiera podido someter a arraigo sin la obligación de ser presentado ante un juez hasta por 80 días, mientras el ministerio público hiciera el acopio de “pruebas”, las cuales podrían incluir declaraciones del sospechoso obtenidas bajo tortura, ya que en ese régimen especial el contenido de la averiguación previa tiene carácter de prueba plena. Una vez concedida la formal prisión por un juez, se le podría encarcelar en una prisión de máxima seguridad, alejado de su familia, se le impondrían medidas especiales dentro de la prisión, no podría hablar en privado con su defensa, se le incomunicaría, podría aplicársele la extinción de dominio de sus propiedades sin juicio y muy probablemente estaría varios años en la cárcel antes de que siquiera empezara su proceso penal ante un tribunal.
Este régimen de excepción es una parte nodal de lo que Antonio Barreto y Alejandro Madrazo han llamado los “costos constitucionales de la guerra contra las drogas”, pues ha deformado el núcleo garantista de la Constitución hasta eliminar un principio básico de todo sistema penal que se considere legítimo: la presunción de inocencia. Si, supongamos, un presidente vengativo le diera la instrucción a un fiscal nombrado a modo de perseguir con esa base Calderón, este recibiría una sopa de su propio chocolate, pues con base en delaciones de testigos protegidos o de presuntos delincuentes a la búsqueda de un trato benevolente se han arraigado a cientos de personas, sin pruebas sólidas que los incriminaran, y han sido encarcelados en condiciones tremendas sin que el ministerio público presentase un caso sustentable ante la judicatura.
Hoy Calderón puede reclamar con justicia su presunta inocencia y por su posición difícilmente alguien se la va a negar. A menos que hubiere una decisión política, ningún agente del ministerio público federal le abrirá una averiguación ni ningún juez le declarará formal prisión. Sin embargo, debido a su guerra contra las drogas y a su legislación contra la delincuencia organizada, la mayor parte de quienes son acusados sin pruebas de pertenecer a una organización delictiva no cuentan con ese privilegio, con esa ley privada que favorece a los poderosos, pero que no es aplicable a quienes no pueden comprar las protecciones particulares necesarias para que el Estado no se ensañe con ellos.
Para ver de manera bien documentada y estupendamente narrada cómo este régimen puede ser usado de manera discrecional contra personas inocentes vale la pena leer Una novela criminal, de Jorge Volpi. La discrecionalidad con la que actúan en México los cuerpos de seguridad el Estado, el ministerio público y los jueces queda expuesta de manera descarnada en esa novela sin ficción. Abusos, torturas, montajes para crear climas de opinión, falsificación de pruebas y de testigos, iniquidad en los juicios. Esas son las características de todo el sistema de justicia penal mexicano que se potencia bajo el régimen de excepción impulsado por Calderón.
La falta de presunción de inocencia de nuestra justicia penal, por más que se suponga su existencia como base del nuevo sistema acusatorio, no solo resulta en gravísimas violaciones de los derechos humanos, sino que sirve para perpetuar su ineficacia, su arbitrariedad, sus altos grados de impunidad y su extremada politización. Las policías y el ministerio público no sirven realmente para investigar y llevar a juicio a los delincuentes, sino para simular el cumplimiento de metas, satisfacer las necesidades de los políticos, para vender protecciones particulares y para hacer favores a los poderosos. En el caso del supuesto combate a la delincuencia organizada estos rasgos se potencian por las condiciones de excepción descritas, sin que realmente sirvan para reducir la oferta de drogas ni para combatir los delitos depredadores, como el secuestro o la extorsión. En la realidad lo que tenemos es un sistema abusivo e ineficaz y que se presta a la simulación y al uso faccioso.
El régimen especial para la delincuencia organizada creado por Calderón, y al que se le ha sumado últimamente la infame Ley de Seguridad Interior que probablemente hoy declare inconstitucional la Suprema Corte, debe desaparecer. En cambio, lo que resulta indispensable es la creación de una Fiscalía realmente autónoma, profesional, bien capacitada, que rinda cuentas de manera transparente y auxiliada por cuerpos policiacos igualmente profesionales y transparentes. La legislación basada en una supuesta mano dura contra el crimen ha demostrado ya su fracaso completo, por lo que sería un error tratar de fortalecerla con penas más severas o con endurecimiento frente a ciertos delitos. Solo la reconstrucción democrática y garantista del sistema de procuración de justicia podrá frenar el desastre de derechos humanos, la atroz violencia y la impunidad generalizada que hoy caracterizan a México.