José Woldenberg
Debió estar en el centro de la atención desde hace muchos años, pero hoy, cuando el decrecimiento de la economía, la pérdida de empleos y el aumento de la pobreza se han instalado entre nosotros, con mucha mayor razón. Se trata del estratégico tema de cómo crecer y abatir las enormes desigualdades que cruzan y escinden al país, atacando de manera frontal la pobreza en que vive la mitad de la población. Debe ser nuestra auténtica prioridad, tal y como la define el diccionario: «importancia o superioridad que merece o se concede a una persona o cosa en relación con otras, o cualidad por la que se le concede preferencia» (Diccionario del español usual en México, El Colegio de México).
La información se ha multiplicado en los últimos días.
Pobreza: «entre 2006 y 2008, el porcentaje de personas en condición de pobreza alimentaria a nivel nacional aumentó de 13.8% a 18.2%», y en ese mismo periodo «el porcentaje de personas en condición de pobreza de patrimonio en el país se incrementó de 42.6% a 47.4%» (página electrónica del Coneval).
Desigualdad: los más pobres son los que más ingreso han perdido. El decil de menor ingreso perdió 8 por ciento, mientras los dos deciles más ricos mejoran o mantienen su ingreso en términos porcentuales. «Los hogares ubicados en localidades de menos de 2 mil 500 habitantes… familias rurales que partían de una situación desfavorable, sufrieron una dramática reducción del 16.3% de su ingreso» (Ciro Murayama en base a la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares que realiza el INEGI, El Universal, 23 de julio).
Empleo: los cálculos fluctúan: entre 500 y 700 mil empleos se perderán en el presente año.
Decrecimiento económico: «Según la OCDE, la economía de México se perfila a desplomarse este año hasta un 8.0 por ciento, aunque el Gobierno pronostica una contracción del 5.5 por ciento» (La Jornada, 10 de julio).
Remesas: 275 mil hogares menos recibieron remesas del exterior entre 2006 y 2008 (Reforma, 2 de agosto).
Lo que en síntesis expresan esas cifras es que la economía mexicana será más pequeña, que en términos absolutos y relativos menos personas trabajarán en el mundo formal y que el decrecimiento paulatino de la pobreza que se registró entre 1996 y 2006 empieza a revertirse. La desigualdad tradicional se incrementa y la pobreza también.
Se trata del tema mayor de la agenda mexicana. Ningún otro tiene su capacidad desintegradora (ni el narcotráfico siquiera) y está en la base de buena parte de las contrahechuras nacionales. Porque mientras las condiciones materiales de vida sean tan marcadamente desiguales tendremos, a querer o no, ciudadanías de muy diversa intensidad (Guillermo O’Donnell dixit). Aquellos que se apropian y ejercen sus derechos civiles, políticos y sociales y aquellos que sólo pueden ejercer algunos de ellos y en ocasiones están excluidos de (casi) todos.
Por ello México no es un país integrado. Coexisten diferentes países en él y la brecha no sólo no se cierra sino que crece. Por ello, el sentido de pertenencia a una comunidad nacional es frágil, volátil. Por ello, los malos humores públicos en relación a la política y los políticos. Por ello, el territorio nacional es un archipiélago de grupos e intereses en constante tensión. Por ello el repliegue de las «capas medias y altas» hacia zonas y colonias que recuerdan a las fortalezas medievales. Por ello cientos de miles de jóvenes viven literalmente en las calles a falta de trabajo y educación. Por ello más que un «tejido social» tenemos una «alfombra raída».
Sería suicida, en ese marco, atentar contra los programas sociales. Por el contrario, deben incrementarse y los que funcionan deberían expandirse. Bastaría pensar lo que sería México sin ellos para subrayar su importancia. Escribe Ciro Murayama: «sin programas como Oportunidades, las cifras serían todavía peores». Y en efecto. Pero no son suficientes. Se requiere que la política toda se enfile hacia el horizonte de edificar una comunidad equitativa. Y nunca deja de llamar la atención que seamos, como sociedad, tan permisivos ante la abismal desigualdad.
No será la inercia, es decir, el mercado, el que resuelva estas fracturas en la convivencia social. No será solamente la reactivación de la economía mundial, especialmente la de Estados Unidos, la que nos ayudará a salir del brete, no serán suficientes los ingresos petroleros ni las remesas las que edificarán un país habitable, sino una política capaz de poner en el centro la preocupación por construir una nación cohesionada, es decir, en donde la desigualdad oceánica no sea su marca distintiva. Y para ello se requiere rumbo y grandes acuerdos nacionales. Un «nuevo contrato social», como postula la Cepal, que no puede echarse a andar sin una reforma fiscal progresiva que grave más a los que más tienen. Pero ése, que es el principio de toda comunidad más o menos civilizada, no acaba de tener carta de naturalización en nuestro país.