José Woldenberg
Nexos
01/06/2015
El malestar
México y sus principales fuerzas políticas viven una situación difícil. En el marco de una incipiente democracia buena parte de los humores públicos son agrios, desencantados. Una reacción a las promesas incumplidas del tránsito democratizador y a las reiteradas denuncias de actos de corrupción de funcionarios públicos que quedan impunes y hechos de barbarie cometidos por las fuerzas de seguridad (el caso de los normalistas secuestrados por policías municipales que fueron entregados a una banda delincuencial resultó el eslabón más escalofriante).
Los llamados a la abstención o a anular el voto son expresiones preocupantes de franjas de ciudadanos que han llegado a la (falsa) conclusión de que todos los partidos y todos los candidatos son lo mismo. Y que todos son deleznables. Y eso a pesar de que en nuestro país los comicios auténticos, plenamente equilibrados y competitivos, son una relativa novedad. No tienen más de 20 años.
El problema mayor (creo) es que desde el espacio de la política institucional no se irradia con suficiencia el sentido y el significado de las “cosas”. No se hace inteligible lo que se encuentra en juego. No aparecen con claridad los diferentes diagnósticos y propuestas. En una palabra, hay una especie de vaciamiento de sentido de la actividad política, que se subraya con el modelo de campaña emparentado a las promociones comerciales. La catarata de spots cansinos, en los que es imposible detectar algún análisis o una iniciativa medianamente sensatas, que ofrezca luz sobre la densidad de los complejos problemas que afronta el país, acaba por recalcar la pérdida de brújula de una actividad que debería ofrecer comprensión de nuestras dificultades y eventualmente plantear rumbo, opciones.
Da la impresión que los partidos se encuentran succionados en un juego de suma cero que no lo es. Cada uno descalifica a sus adversarios pensando que con eso, los demás pierden y él gana, cuando el resultado neto es que todos pierden.
Y para salir del laberinto, (creo) no existe más que la política. Esa actividad tan vilipendiada pero insustituible. Una política recargada de sentido, de contenidos, que sea capaz de ofrecer un horizonte haciéndose cargo de las contrahechuras que marcan no sólo a nuestra vida política sino a nuestra convivencia toda.
Los ejes de una política de izquierda democrática
Nuestra germinal democracia merece ser defendida y apuntalada. Hoy, a diferencia de ayer, México cuanta con un sistema de partidos plural, con elecciones competidas y un mundo de la representación donde se reproduce un pluralismo equilibrado. Los fenómenos de alternancia se han aclimatado entre nosotros, también la coexistencia de gobiernos de diferentes coloraciones políticas, los pesos y contrapesos entre los poderes federales y por supuesto se ha ampliado el ejercicio de las libertades. Todo ello debe ser protegido.
Pero como decía hace diez años el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, debemos evitar que el malestar en la democracia se convierta en malestar con la democracia. Y para ello tenemos que atender las fuentes que alimentan esa decepción con los instrumentos que hacen posible la consolidación de la democracia (políticos, partidos, gobiernos, congresos). Esos temas, esos retos, deben ser (creo) los ejes que ofrezcan sentido a una política de izquierda democrática. Paso a enumerarlos de una manera no jerarquizada.
Crecimiento económico. Es un deber político diseñar e impulsar políticas que desaten un crecimiento económico en consonancia con las necesidades de la población. Años de virtual estancamiento o de crecimiento precario han impactado las fórmulas de vida de millones de mexicanos. La expansión de la informalidad, el déficit de trabajos formales, la inexistencia de opciones laborales o educativas para millones de jóvenes, la parálisis de los salarios mínimos, están construyendo varios mundos en nuestro país. El deterioro de las condiciones de vida y la frustración de las expectativas de franjas enormes de ciudadanos son quizá el mejor caldo de cultivo para la desafección con la vida política democrática.
Combate a la desigualdad. La desigualdad es un rasgo ancestral de nuestra convivencia. Desde la Colonia y aún antes, hasta nuestros días es la característica que modela a México y sus relaciones sociales. No obstante, la promesa de igualdad política que porta la democracia tiende a expandirse –para bien- a otros terrenos. Sabemos que el cabal ejercicio de la ciudadanía requiere de condiciones materiales y culturales suficientes para hacerse realidad. Y hoy por hoy las profundas asimetrías en todos los campos (educación, salud, trabajo, alimentación, vivienda), no solo edifican ciudadanías “con muy diversa intensidad” (unos ejercen todos sus derechos y muchos más se ven excluidos de esa posibilidad), sino escinden al país, lo polarizan e impiden generar una mínima pero consistente cohesión social. No somos un México sino muchos en tensión, polarizados, temerosos uno de los otros.
Combate a la corrupción. Creo que es difícil documentar que la corrupción hoy es mayor que en el pasado. No obstante, la buena nueva es que hoy la corrupción tiene una mayor visibilidad pública (precisamente por el proceso democratizador que ha vivido el país) y una mucho menor tolerancia por parte del público. Esas novedades deben ser el acicate para impulsar medidas frontales contra todo fenómeno de corrupción, porque de no hacerlo el desencanto, el malestar, el hartazgo y la rabia –derivadas de la impotencia-, acabarán por erosionar aún más la confianza en las instituciones públicas.
La violencia. La espiral de violencia desatada por diferentes bandas delincuenciales es uno de los azotes centrales de la vida mexicana. Da la impresión, además, que esa ola expansiva ha multiplicado también la violencia interpersonal y que en la respuesta estatal a la delincuencia organizada se han cometido no pocos atropellos que suponen la violación de derechos humanos. De esa manera, la violencia es una realidad (para los que han sido víctimas) y una sombre (para los que no la han resentido directamente), que se ha instalado y correo no solo las relaciones políticas sino sociales. En esta dimensión se requiere de una política de Estado (no de gobierno) capaz de alinear al conjunto de las fuerzas políticas en una lucha doble: a) contra la delincuencia y b) por el respeto irrestricto de los derechos humanos por parte de las autoridades.
Una política que defienda los avances democráticos y los profundice, aunada a políticas específicas para desatar crecimiento económico, programas para atemperar las desigualdades sociales, combatir la corrupción y frenar y revertir la ola de violencia, puede ser un basamento para edificar una convivencia distinta y una izquierda con horizonte capaz de trascender el pragmatismo que la diluye y desgasta.
Las condiciones políticas
Ahora bien, la izquierda no está sola en el escenario. El rasgo más característico de la política mexicana reciente es el de un pluralismo equilibrado instalado en las instituciones representativas. Y no parece que en breve eso vaya a cambiar.
En una situación como esa existen –como posibilidad y caricatura- dos políticas extremas: a) la de la denuncia testimonial o b) la colaboración acrítica. La primera creerá que cosechará a futuro la oposición intransigente del presente. Puede ser, pero nada garantiza su éxito, sobre todo porque la diversidad política equilibrada que modela el espacio y las instituciones públicas no parece ser un rasgo coyuntural o efímero. Y es posible que incluso en el caso de que la izquierda ganara la presidencia de la República requeriría operaciones convergentes con otras fuerzas para hacer avanzar sus propuestas. La segunda, quizá sobra decir, no sólo desdibuja el perfil de la izquierda sino que la coloca a la retaguardia del gobierno y sus partidos.
En un escenario como ese, la izquierda está obligada a colocar en el espacio público sus diagnósticos, iniciativas y propuestas. Darles visibilidad, construir respaldo social, tender puentes con el mar de organizaciones civiles, para trascender la sola proclama o el testimonialismo y construir una fuerza político-social capaz de respaldar su programa. Pero debe aprovechar al mismo tiempo su presencia en las instituciones representativas del Estado y en los gobiernos que encabeza, para tratar, desde ahora, de hacerlas avanzar.
No será fácil. Pero la condición indispensable es contar con un programa propio. Es él el que permite acercamientos y distanciamientos con otras fuerzas políticas. Porque sin programa propio, sin horizonte, sin políticas específicas, el pragmatismo por un lado o el testimonialismo por el otro acaban por imponerse.
México necesita una izquierda comprometida con la democracia y la equidad social. Y en ambos campos hay mucho que hacer porque los déficits son mayúsculos. Y eso se construye. No se decreta.
*En El Punto sobre la I, año 4, número 18. Mayo-junio 2015