Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
20/11/2017
La Suprema Corte como garante de la legalidad del Congreso: esa es una de las implicaciones de la decisión que tomó la Primera Sala del máximo tribunal acerca de la publicidad oficial. La Corte instruye al Congreso para que cumpla con una decisión que los mismos senadores y diputados se impusieron.
En febrero de 2014, como parte de la reforma electoral de ese año, establecieron en la Constitución el compromiso para crear, antes del último día de aquel abril, una ley que regularía el gasto en publicidad oficial. Esa era una de muchas tareas que el Congreso se impone para dar coherencia y plazos a las leyes que aprueba, pero que luego posterga por falta de acuerdos entre sus integrantes o porque se trata de asuntos en los que pierden interés.
Hay una gran cantidad de plazos legales que tanto el Senado, como la Cámara de Diputados, dejan pasar sin que casi nadie se extrañe por ello. Lo mismo leyes reglamentarias, que la designación de miembros de organismos autónomos o de funcionarios judiciales que deben tener la anuencia de una de las cámaras del Congreso o de las dos, se demoran meses e incluso años sin llegar a la agenda legislativa.
La creación de una ley de publicidad oficial ha sido diferida desde hace diez años. La reforma constitucional de fines de 2007, que entre otras cosas modificó el régimen de propaganda política a fin de que los partidos dejaran de comprar tiempo en radio y televisión y tuvieran acceso a tiempo del Estado en todas las estaciones, se ocupó también de la publicidad que pagan el gobierno y el resto de las instituciones públicas. En una adición al Artículo 134 Constitucional se establecieron los parámetros que deben orientar esa propaganda pero la reglamentación a esas disposiciones quedó pendiente.
Algo más de seis años después, en ocasión de una nueva reforma electoral, el Congreso determinó el ya mencionado plazo para legislar sobre ese tema: 30 de abril de 2014. No sucedió nada, a pesar de que en ambas cámaras, según se ha dicho, hay 17 iniciativas para la posible ley de publicidad oficial. Esa demora inquietó a grupos de la sociedad que han considerado, con documentadas razones, que la contratación de publicidad sigue siendo un instrumento para que el poder político amague o premie, según el caso, a los medios de comunicación.
La oficina en México de la organización Article 19, cuyo compromiso con la defensa de la libertad de expresión está ampliamente acreditado, promovió un amparo contra el Congreso por el incumplimiento en la creación de una ley que regule el gasto en publicidad oficial. Desechada inicialmente por un Juez de Distrito, esa demanda de amparo fue atraída por la Primera Sala de la Suprema Corte. Allí el ministro Arturo Zaldívar consideró que todas las instituciones están obligadas a respetar los mandatos constitucionales y que el Congreso tenía que aprobar la ley a la cual los propios legisladores federales, junto con los legisladores de los estados, le pusieron un plazo que no cumplieron.
La ponencia del ministro Zaldívar, que fue aprobada por la Primera Sala, también considera que la ausencia de esa legislación perjudica a la libertad de expresión porque “propicia un ejercicio arbitrario del presupuesto en comunicación social”.
Con su demanda de amparo, Article 19 contribuyó a establecer un interesante precedente para que la sociedad exija congruencia a los legisladores. Pero además, abre la posibilidad para que la compra de propaganda deje de ser un recurso de los gobernantes (especialmente de los directores de Comunicación Social) para tener medios a modo de sus preferencias.
Esa acción legal estuvo apoyada por Centro de Investigación Fundar, que desde hace varios años ha tenido entre sus temas de interés la evaluación del gasto que el Estado mexicano hace en la contratación de espacios en los medios de comunicación.
Las estimaciones de Fundar, que desde hace pocos años se apoyan en la información que los gobiernos federal y estatales tienen la obligación de hacer pública (aunque no todos cumplen cabalmente y siguen escamoteando esos datos) permiten aquilatar el abuso y el dispendio que se comete con el gasto en publicidad oficial. Tan sólo el gobierno federal, entre 2013 y 2016, gastó más de 36 mil millones de pesos en la contratación de espacios en los medios. A ese ritmo, es posible que al terminar su administración el presidente Peña Nieto haya gastado 50 mil millones de pesos para promover su imagen y la de su gobierno.
No resulta exagerado considerar que los gobiernos de los estados y otras instituciones del Estado mexicano (cámaras legislativas, poder judicial, organismos autónomos, universidades públicas) gastan por lo menos, entre todos, una cantidad superior a la que destina el gobierno federal. Se trata, siempre a partir de estimaciones generales, de quizá 20 mil millones de pesos al año. La mayor parte de esos recursos son destinados a comprar espacios en las principales cadenas de televisión y radio.
A pesar de que disponen de tiempos del Estado en todas las radiodifusoras y televisoras, el gobierno federal y los gobiernos de los estados destinan recursos públicos para comprar espacios adicionales. No se trata de una inversión para orientar o informar a la sociedad, porque casi todo ese espacio es destinado a promover a gobiernos y gobernantes. El gasto en publicidad oficial es un instrumento clientelar para colmar a los ciudadanos con machacones mensajes de los gobernantes y, al mismo tiempo, para que los funcionarios mantengan relaciones de interés y complicidad con los medios de comunicación.
La publicidad oficial es una perversión específicamente mexicana. Aunque en otros países hay gasto gubernamental para adquirir espacios en los medios (tanto así que en 2011 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA expidió unos lineamientos en materia de publicidad oficial y libertad de expresión) en ningún sitio como en México los gobernantes han dispuesto de tantos recursos públicos, de manera tan amplia, para promoverse a sí mismos. La publicidad oficial se encuentra tan imbricada con las costumbres políticas mexicanas, especialmente en el trato entre gobiernos y medios de comunicación, que cuando se propone regularla hay muchos que se extrañan.
El amparo que ganó Article 19 obliga al Congreso a expedir, a más tardar el 30 de abril de 2018, la ley para regular ese gasto público. Ya hay legisladores que están buscando cómo eludir esa resolución. Por otra parte no hay certeza alguna de que esa ley, si se aprueba, pueda cambiar las decantadas inercias que existen en el manejo de dinero fiscal para promover a los funcionarios.
El marco jurídico que esa ley debe normar se encuentra en el octavo párrafo del 134 Constitucional: “La propaganda, bajo cualquier modalidad de comunicación social, que difundan como tales, los poderes públicos, los órganos autónomos, las dependencias y entidades de la administración pública y cualquier otro ente de los tres órdenes de gobierno, deberá tener carácter institucional y fines informativos, educativos o de orientación social. En ningún caso esta propaganda incluirá nombres, imágenes, voces o símbolos que impliquen promoción personalizada de cualquier servidor público”.
Ese es el piso mínimo de la ley de propaganda oficial: obliga a todos los poderes e instituciones públicos, no debe incluir imágenes ni nombres de los funcionarios y sólo puede informar, educar u orientar. Sin embargo poco después de haber aprobado esa enmienda Constitucional, el Congreso, a comienzos de 2008, incluyó en el Código Electoral una excepción para que cada año, unos días antes y otros después de su informe de gobierno, los funcionarios puedan difundir anuncios personalizados. Por eso durante todo el año padecemos mensajes de gobernadores, legisladores, presidentes municipales y desde luego del titular del Ejecutivo Federal con la misma auto promoción a costa de nuestros bolsillos y con la misma auto complacencia para que los miremos como ellos se ven a sí mismos. Una verdadera ley de propaganda oficial tendría que ceñirse a la disposición constitucional, sin excepciones.
Hay que reconocer que una ley así perjudicaría a muchos medios de comunicación, especialmente impresos, cuyas finanzas dependen en gran medida, y en no pocos casos de manera exclusiva, de la publicidad oficial. Nuestra prensa no está acostumbrada a competir por los lectores porque mantiene el aliciente, que se ha convertido en fuente de monotonía pero también de un periodismo convenenciero, que significan los recursos oficiales. Si algún día cambia esa situación y el dinero público deja de aceitar la relación entre gobierno y prensa, los medios tendrían que diversificar sus esfuerzos para vivir de la sociedad, como ocurre en todo el mundo.
Una opción para paliar el trauma que significaría la modificación de esas costumbres y de tales ingresos sería crear un presupuesto para ayudas a la prensa, a semejanza de los subsidios que han existido en algunos países europeos. Se trataría de dotar de recursos fijos, de manera abierta, sin tratos a trasmano y como un derecho de los medios y no una concesión de los funcionarios, a publicaciones reconocidas por su calidad, por la utilidad social que alcanzan y/o porque representan la voz de un sector de la sociedad. La asignación de esos recursos tendría que ser por plazos fijos y sin renovación consecutiva y a cargo de un comité independiente de los gobiernos e instituciones que ahora pagan publicidad oficial.
En lo personal, he sostenido que la publicidad oficial debería desaparecer. Toda. Sin salvedades. Si un funcionario quiere expresar condolencias en una esquela, que la pague de su bolsillo. Si una dependencia debe anunciar una campaña de vacunación, que la boletine a los medios y, en radio y televisión, que use tiempos oficiales. Pero si el titular de la SCT quiere convencernos de que hace algo más que disimular el socavón, si el gobernador de Oaxaca o el de Puebla buscan promoverse con pretexto de lo que dicen que han hecho, o si el gobierno federal trata de persuadirnos de que lo bueno también cuenta, que lo cuenten sin exprimir para ello nuestros impuestos.