Fuente: El Universal
Ricardo Raphael
Cuando mis padres y mis abuelos tuvieron mi edad, esta pregunta habría obtenido una obvia e inmediata respuesta. A mediados de los años setenta, en la percepción de los mexicanos el Presidente de la República gobernaba todo el país. Lo hacía con la ayuda de otras autoridades como los gobernadores, los generales, los jueces o los secretarios de Estado; pero cada uno de estos funcionarios eran, sin controversia alguna, sus subordinados y empleados.
Las paradojas de la historia mexicana me han colocado en una situación tal que me es imposible responder como lo hicieran mis familiares a la edad de cuarenta años. Hoy quedo obligado a decir que no lo sé. Estoy consciente de que no lo hace el jefe del Ejecutivo; al menos no como ocurría en el pasado.
Y esto no se debe, según han afirmado equivocadamente algunos colegas desde las pasadas elecciones, a que el partido de Felipe Calderón perdió la cómoda mayoría que hasta este mes sostenía en la Cámara baja. Ya antes su poder para operar las grandes decisiones del Estado tenía una pobrísima dimensión.
Los poderes fácticos, la pluralidad y dispersión de las fuerzas políticas, el federalismo disfuncional, la globalización de los fenómenos políticos y económicos y también la irreverencia post autoritaria característica de sus adversarios (y también de alguno de sus aliados), le han entregado a México quizá desde las épocas de Ernesto Zedillo una Presidencia empequeñecida.
Tampoco es cierto, como promueve otra leyenda popular, que el poder de los partidos haya sustituido al del Presidente. Se comete una media verdad cuando se afirma que el viejo presidencialismo mexicano ha sido sustituido por la partidocracia.
No se trata de dos arreglos políticos comparables. El primero se caracterizaba por la entrega de todo el poder a una sola persona. A ese individuo singular se podía, por tanto, reclamar por los errores, o celebrarlo por los aciertos. En contraste, hoy no es tarea sencilla calibrar las responsabilidades. Para lo bueno y también para lo malo, el gobierno plural de las fuerzas políticas diluye las obligaciones. Los dirigentes que cohabitan en estas organizaciones constituyen una compleja comunidad de intereses y voluntades donde es imposible premiar o exigir, según cada quien merece.
Por otra parte, antes la curva del poder presidencial solía ser predecible: crecía vertiginosamente durante los primeros años de cada administración y declinaba, casi a pique, durante los últimos tres. En cambio, el ciclo de poder de los partidos ahora es incalculable.
Estas organizaciones son fuertes en algunas regiones y prácticamente inexistentes en otras; crecen a punta de elecciones (locales y federales) pero la talla de su siguiente estatura tiene una naturaleza incierta. Ningún partido, en ningún momento, puede sentirse perfectamente vivo. Ni tampoco, fatalmente muerto. La curva en el parque del poder partidario no tiene la forma de un columpio invertido, sino la del juego infantil conocido como el sube-y-baja.
Un tercer actor que ha sido señalado como suplente definitivo del poder presidencial son los gobernadores de los estados. Se afirma que en este país pasamos de una monarquía absoluta al gobierno de los señores feudales. Esta hipótesis cuenta con materia verosímil y sin embargo posee igualmente serias debilidades si se le mira de cerca. Estos señores no reinan en México. Su reinado se limita a Guerrero, Quintana Roo, Morelos, Nuevo León, Puebla; es decir, a treinta y dos unidades territoriales que, por separado, no son el país.
Crece finalmente la versión de que son los poderes fácticos quienes verdaderamente sustituyeron al ido poder presidencial. Los empresas oligopólicas, las grandes corporaciones sindicales, los carteles de las drogas, los inversionistas extranjeros, los medios de comunicación, etcétera. No falta razón cuando se introduce esta respuesta en la fórmula pero, tal y como ocurre en el caso de los gobernadores, el territorio de influencia de cada poder fáctico se limita a una o varias pero pocas geometrías temáticas.
En los hechos, ningún poder fáctico es capaz, ni tiene la sincera pretensión, de colocarse como el gran administrador de todo lo que atañe a los mexicanos. Estos son actores potentísimos para impulsar sus justificados o sus inmorales intereses, sus propias y muy mezquinas agendas; pero lejos están de querer o de ser capaces para asumir la responsabilidad que implica hacerse cargo del conjunto del país.
¿Quién gobierna entonces México? Repito lo que advirtiera en un principio: no lo sé. Parecieran hacerlo un conjunto caótico de autoridades federales, partidos, gobernadores y poderes fácticos que, hasta ahora, no han sido capaces de sustituir aquel arreglo autoritario del presidencialismo por otro donde la inteligencia y la cooperación democrática se impongan.
Va el más querido de los abrazos para mi amigo Rafael Pérez Gay, cuyo padre fabricó un amoroso tiempo con la consigna de que su haber no se extraviara jamás.