Rolando Cordera Campos
La Jornada
05/06/2016
Las turbulencias políticas e intelectuales desatadas por la crisis han reactualizado y complicado las de por sí complejas y tensas convivencias entre política y democracia, Estado y mercado, economía y sociedad. El inventario de desafíos se ha vuelto más denso; en conjunto, parece más bien un rompecabezas que nadie se aventura a armar. Un mundo contradictorio que pocos se atreven a descifrar.
Lo mismo puede decirse respecto del arsenal del que disponen las sociedades y sus Estados para enfrentarlos y superarlos, lo que implica un desafío adicional: implantar en la política y en las relaciones sociales una nueva racionalidad que no se base únicamente en objetivos económicos o de bienestar material, sino también en objetivos éticos, como refieren sin reposo la pléyade de quienes se arriesgan a pensar en la crisis como un laberinto que puede tener una salida. Ésta es una afirmación que debe desplegarse para forjar una ética pública que reivindique el entendimiento de la solidaridad como valor moderno y como condición sustancial para actualizar y dar robustez a la economía entendida como parte íntima de la sociedad y no como algo ajeno a ella o, como ocurre hoy, como entidad hostil, contraria a la idea de la sociedad como forma de convivencia y cooperación. Ésta es también la mejor manera de acercarse, para recuperarla y reivindicarla, a la idea y el concepto del desarrollo.
De esto y más, desde el dolido mirador europeo y en particular español, se habló y discutió en días pasados en la 18 Reunión de Economía Mundial, realizada en Alcalá de Henares del 1º al 3 de junio. Las posibles estrategias de colaboración entre América y Europa; el futuro del Estado nacional frente a las pulsiones avasalladoras de una globalización sin orden ni régimen alternativo de gobierno; las varias crisis, ineficiencias e insuficiencias de la red institucional heredada de Bretton Woods, ampliada por los varios esfuerzos de reunificación regional, hasta llegar al majestuoso edificio que todavía puede ser la atribulada Europa del presente fueron, entre otros, algunos de los vectores, parámetros y variables visitados por los estudiosos ahí reunidos para dar otra vuelta a la tuerca de una globalidad cruzada por las fuerzas del estancamiento secular y acosada por la sensación de que el cambio de época por el que atravesamos no ofrece solución fácil a los dilemas que dibujan el panorama mundial. En esta perspectiva, no sobra repetirlo, la primacía de la política y de los valores que podrían dar curso a una nueva ética pública, a más de global, hubo de reconocerse crucial, si es que de futuro humano ha de hablarse.
A cuentagotas, abrumada por la carga feroz del desempleo y el no empleo
que afecta ya a millones deex trabajadores
, tanto en Estados Unidos como en Europa, la recuperación no parece capaz de generar nuevas tendencias al crecimiento sostenido, y el papel del Estado como dinamizador y propulsor de la economía y las relaciones sociales en su conjunto vuelve a descubrirse y revalorarse por creyentes y agnósticos, mal querientes y desarrollistas que, por igual, se rinden a la evidencia de que los automatismos del mercado perfecto
fueron poco más que una ilusión convertida al final de la euforia globalista en una utopía destructiva.
De aquí la necesidad de inventar o redescubrir perfiles para la acción política que permitan conciliar a la economía con la política democrática, para reconfigurar el significado del interés general. Sólo mediante operaciones intelectuales y políticas de este calibre y ambición podrá recuperarse una visión de largo plazo, sin la cual la tarea del desarrollo sustentable carece de viabilidad y pierde credibilidad con los días.
Los compromisos del mundo y de la especie humana, adoptados en las Naciones Unidas y luego en París, deben ser entendidos como lo que son: un mapa sinuoso y accidentado; una trayectoria absolutamente opuesta a cualquier ilusión sobre la linealidad del mundo y, en consecuencia, un conjunto de panoramas y escenarios que ciertamente reclaman de la comprensión social pero, sobre todo, de una disposición a cooperar; actitud que el credo en las virtudes teologales de la competencia y la magia del mercado había disipado.
El mundo ya no es ancho ni ajeno, sino estrecho y cercano, pero dista mucho de ser plano y generoso con los eficientes, como prometía el discurso iluso de la hiperglobalización que estalló en 2007.
El desarrollo se volvió acertijo y la democracia laberinto. Y sin prestidigitadores a la mano.