Ricardo Becerra
La Crónica
24/08/2021
El gobierno se ha propuesto desmontar, derruir o intervenir en todas las piezas del engranaje democrático. Para hacerlo, recurre a un mismo pretexto discursivo: ya sea la austeridad o la corrupción que, se supone, está allá afuera de Palacio, y con ese talismán, se ha metido en la vida de la Suprema Corte, ha amedrentado jueces, impone por fuera de la ley a las más altas funcionarias de los derechos humanos, quiere desaparecer organismos autónomos, implanta la costra de los “superdelegados” para entorpecer la gestión de los gobernadores electos, promueve la centralización de las facultades ejecutivas y un largo etcétera. En ese trajín, no se había atrevido, pero consideran, ha llegado la hora de trastornar al sistema electoral mexicano, con el Instituto Nacional Electoral como principal objetivo.
Hay que decir que en esta materia, López Obrador se topa con una historia densa y muy larga, de las mas discutidas y conocidas por la sociedad mexicana contemporánea, pues es la historia de la transición democrática, o sea, la historia del cambio de régimen político en el cual la transmisión del poder público ocurría siempre al interior de una sola coalición, la determinaba el presidente con su pirámide corporativa, hacia otro, en el cual la competencia, las elecciones, la libertad de millones y el voto de los ciudadanos define, al cabo, quien gobierna. De modo que en esta, el Presidente enfrenta a la historia moderna de México.
Por eso resulta tan postiza y contrahecha su iniciativa, pues trata de modificar una de las pocas y venturosas adquisiciones recientes que ha admitido la sociedad mexicana en dos generaciones (de 1977 a la fecha) y cuya construcción explica en gran parte y precisamente, el propio triunfo legal y pacífico de Morena y de su candidato presidencial en el 2018. Sin el INE, eso no hubiera sido posible: López obrador es la prueba viviente de que el sistema electoral, funciona.
Así que la reforma que quiere el presidente es, por eso, un sofisma que adolece de tres problemas originarios:
En primer lugar, sería la única reforma electoral solicitada desde el poder, en medio siglo. Todas los cambios legales e institucionales, todos los que acabaron democratizando al país desde 1977, fueron resultado de la agenda y de la exigencia de la oposición, de las minorías, de quienes exigían cancha pareja para disputar el poder. Esta sería la primera ocasión en la que veríamos un esfuerzo de cambio… porque lo quiere el presidente.
En segundo lugar, ni Presidencia ni su partido, se han tomado la molestia de presentar un diagnóstico, una base argumentada de lo que debe cambiarse en un sistema electoral tan grande y complejo. Pretenden modificar -como lo han hecho en tantas otras áreas- mediante frases reiteradas y tronantes, como si no estuviera en juego, el delicado basamento de la disputa del poder político en México.
En tercer lugar, además de la prisa y la improvisación, está la incapacidad para convocar seriamente a los demas jugadores hacia una conversación que permita acordar algunos términos del cambio electoral. Pues como enseña la experiencia nacional y mundial, es justamente en las reglas electorales, como en ningún otro campo del debate público, donde la forja del consenso es la exigencia ineludible. Se trata de las reglas de juego, las reglas con la que los propios actores que las hacen… juegan: la necesidad de un acuerdo amplio es obvia. Y en esta ocasión, ni siquiera se intenta.
Clara y transparente, se trata de una iniciativa que aparece a contrapelo de la historia y la trayectoria democrática: como una reforma de la deslealtad, deseada por quien detesta al árbitro electoral, a pesar de que fue ese árbitro quien organizó la elección y cuidó las condiciones de su triunfo. Una reforma inopinada, sin argumentos, datos, ni diagnísticos. Una reforma que no hace el esfuerzo por concitar el consenso indispensable y en fin, la primera reforma electoral —en casi cincuenta años— impulsada por el deseo y la voluntad del Presidente.
Una reforma en contra de la historia.