Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
10/06/2019
De la confrontación, a la simulación. Donald Trump logró que México se convierta en el muro que tanto anhelaba. La migración no desaparecerá pero el autócrata estadunidense puede decir que doblegó al gobierno mexicano, se anota un triunfo que apuntala su reelección y mantiene la amenaza de los aranceles que podrá esgrimir en cualquier momento.
El gobierno de México aparenta una unidad nacional que no ha querido construir y a la que elude en cada expresión de intolerancia (es decir, todos los días) con quienes tienen otros puntos de vista u otros datos, como se dice ahora. El festejo en Tijuana fue un gran montaje porque México no tiene nada que celebrar. El oscuro acuerdo con Washington obliga a nuestro país a reprimir la migración centroamericana y a hacerse cargo de los migrantes que Estados Unidos no quiera recibir.
No se sabe si hay compromisos firmados. La tarde del viernes después de que Trump, convertido en vocero de ambos gobiernos, anunció que había un arreglo con México, solamente se conoció el comunicado del Departamento de Estado en Washington. Varias horas después, a las 10 de la noche, la Secretaría de Relaciones Exteriores difundió una versión en español. En el fondo, y también en la forma, nuestro gobierno se supeditó a las decisiones de Trump.
Nuestro gobierno tuvo que negociar para eludir el impuesto del 5%, que podría aumentar, a las mercancías mexicanas en Estados Unidos. La declaración del Departamento de Estado no menciona esos aranceles. Allí no hay referencia alguna a las tarifas, ni a las mercancías mexicanas, ni al comercio entre ambos países. La decisión para suspender ese impuesto no está supeditada a ningún acuerdo con México. El día que quiera, y en materia de ocurrencias es bastante creativo, Trump amenazará de nuevo con tal impuesto.
Los únicos compromisos precisos que anuncia ese documento son las obligaciones mexicanas para “desplegar la Guardia Nacional” en todo el país pero especialmente en la frontera sur y recibir a los migrantes rechazados por Estados Unidos hasta que se resuelvan sus solicitudes de asilo. En tanto, México les dará trabajo, servicios de salud y educación.
Está muy bien que México cumpla con sus responsabilidades en materia de derechos humanos protegiendo a los migrantes que hayan llegado hasta nuestra frontera norte. Pero esa decisión es contradictoria con el compromiso para militarizar nuestra frontera sur. El comunicado dice que Estados Unidos da la bienvenida al Plan de Desarrollo Integral que México impulsa con Guatemala, El Salvador y Honduras, pero no menciona obligación específica alguna para respaldar ese proyecto.
Las empresas mexicanas que exportan a Estados Unidos, y quienes trabajan en ellas, se libran por lo pronto de la amenaza del impuesto especial. Ese resultado no es desdeñable. Pero tampoco lo son las obligaciones que México tuvo que asumir para que ese chantaje no se cumpliera.
Además del compromiso para que nuestra Guardia Nacional se desempeñe como la policía de Trump, el saldo político de este episodio ha sido el éxito, simbólico pero vistoso y valioso, del presidente de Estados Unidos. Ya no tendrá que insistir en el muro fronterizo que la Cámara de Representantes no le iba a aprobar. Ahora se ufanará de haber sometido a México y gracias a ello mantendrá el respaldo de los fanáticos que le aplauden en su país.
Como no se conocen sus términos precisos, las consecuencias del acuerdo siguen sujetas a los desplantes de Trump. Ahora asegura que México comprará más productos de Estados Unidos y asegura que hay compromisos que serán anunciados “en el momento adecuado”.
La aquiescencia mexicana le ha permitido a Trump mostrarse como bravucón, extorsionador y, ahora, perdonavidas. Al aceptar sus exigencias, nuestro gobierno evitó un daño importante a la economía mexicana pero no fortaleció una posición propia.
La delegación mexicana, hasta donde ha podido saberse, no respondió a la extorsión con la posibilidad de aplicar tarifas a los productos estadunidenses que se venden en nuestro país. Tampoco parece haber tenido especial significación, más allá de las trivialidades, el encuentro con Nancy Pelosi, que encabeza la Cámara de Representantes.
La diplomacia mexicana no ha buscado coincidencias con fuerzas políticas que se oponen a Trump, ni ha tenido acercamientos relevantes con las comunidades de compatriotas nuestros que radican en aquel país. Tampoco hay esfuerzos para diversificar el comercio mexicano en el resto del continente, o en Asia y Europa.
Para tratar con un déspota como el que despacha en la Casa Blanca hay dos posibilidades: se aceptan sus exigencias y se intenta dialogar en su terreno y en sus términos, o se trata de crear condiciones distintas. El gobierno de México, acicateado por la amenaza del 5%, renunció a crear ese contexto diferente.
No hay nada que celebrar. Con la mascarada en Tijuana el presidente López Obrador intenta fortalecer su frente interno. Los discursos autocomplacientes del sábado reeditan la vieja y gastada retórica priista. La proclamación de una unidad nacional decretada desde el poder, a estas alturas de la historia mexicana y del desarrollo político de la sociedad, resulta ineficaz y grotesca.
Los vehementes elogios a la habilidad política del visionario presidente tienen un inocultable tono estalinista. La encendida jactancia en una cohesión patriótica apuntalada sólo en la propaganda y la retórica, se desbarata ante la constatación de que al adversario extranjero no se le ha querido enfrentar.
En el coro de autoindulgencias que el gobierno se construyó para sí mismo, solamente contrastó la observación de Porfirio Muñoz Ledo que tiene edad y trayectoria suficientes para no tener necesidad de acomodarse con nadie. En una frase, el presidente de la Cámara de Diputados subrayó la esquizofrenia o, si se le mira desde otra perspectiva, el viraje en la política exterior mexicana: “Es inmoral e inaceptable el doble rasero entre la frontera norte y sur. Por una parte exigimos que nos abran las puertas y por el otro lado sellamos el paso de los centroamericanos para hacerle un favor a Estados Unidos”.
Tiene razón. Por eso cuando Marcelo Ebrard y otros miembros del gobierno consideran que en este episodio con Trump “nuestra dignidad salió intacta” estamos ante un gran descaro o, quizá, delante de un costoso autoengaño.
En el empeño para construir la simulación de unidad nacional, el gobierno del presidente López Obrador no ha tenido reparos para avasallar el laicismo que tiene la obligación legal (y hay candorosos que suponían que también la responsabilidad ética e histórica) de mantener vigente. El señor Alejandro Solalinde, conocido como defensor de migrantes, aplaudió en Tijuana al gobierno que unas horas antes se había comprometido a detener el tránsito de los migrantes centroamericanos. La inconsecuencia más grave no es la de Solalinde, que después de todo no representa a nadie, sino de quienes, a pesar de que es sacerdote católico, lo invitaron a un acto organizado por el gobierno y con recursos públicos.
El laicismo del Estado mexicano también se cuarteó con la prédica que dirigió, desde el púlpito habilitado en Tijuana, el señor Arturo Farela, pastor de una iglesia cristiana. Aunque hay quienes creen que habló a nombre de las iglesias evangélicas, Farela es dirigente de una asociación que facilita las gestiones políticas y administrativas de las iglesias que requieren autorizaciones del gobierno. El 8 de abril esta columna comentó los negocios del señor Farela a quien, al colocarlo como orador en Tijuana, el presidente López Obrador confirmó como el pastor favorito de la Cuarta Transformación.
Si quisiera propiciar la unidad del país delante del vecino abusón, el gobierno mexicano tendría que atender a la deliberación pública y formar parte de ella, ser interlocutor y no adversario de las fuerzas políticas, recordar que la política exterior debe pasar por el Senado al que sin embargo tanto rehuye, reivindicar y no desmontar principios que han articulado convivencia y cohesión como el respeto a los derechos humanos y el laicismo. Nada de eso está en las prioridades del presidente López Obrador y su gobierno. Las convicciones son reemplazadas por las simulaciones.