José Woldenberg
22/01/2015
Reforma
Mucho se ha escrito sobre los criminales acontecimientos que sacudieron a París y al mundo y, luego de la necesaria y justa condena radical a la brutalidad integrista, se abrió paso al tema de la libertad de expresión, pilar de la convivencia democrática. El asunto, por supuesto, debe verse desde el mirador de la ley y en todos los países existen algunas limitaciones a dicha libertad. En Alemania no se puede exaltar al nazismo y en Europa se castiga la apología del terrorismo. Entre nosotros la calumnia aparece como delito en la mayoría de los Códigos Penales locales, el daño moral se establece en el Código Civil, y en una época no tan remota el COFIPE decía, porque los legisladores se sirvieron con la cuchara grande, que los partidos debían «abstenerse de cualquier expresión que implique diatriba, calumnia, infamia, injuria, difamación o que denigre a los ciudadanos, las instituciones públicas o a otros partidos y sus candidatos…». (Hoy solo queda la calumnia). Se trata de ejemplos que ilustran la existencia de un casi consenso en el que la libertad de expresión -como cualquier otra libertad- tiene límites y eso porque no estamos solos en el escenario; existen otros y esos otros pueden ser víctimas de nuestros dichos. Es decir, no hay libertades absolutas. Los grados cambian de país a país y de tradición a tradición, pero a pesar del largo párrafo, no es desde la plataforma de la ley que, por lo pronto, me interesa el tema, sino desde la ética y más específicamente desde la ética de la responsabilidad y más allá de los acontecimientos apuntados.
Hablar de ética en un mundo pragmático, profundamente individualista, en el cual la razón cínica se encuentra al alza, arrancará más de una sonrisa cáustica; y si además se trata de la ética de la responsabilidad, la sonrisa puede volverse carcajada. Ni modo.
La ética es una dimensión auto impuesta, distinta y distante de la moral social, del código hegemónico de comportamiento. Tiene que ver con la conciencia propia, no con lo que imponen los demás a través de las leyes o de los valores mayoritarios en nuestro entorno. Y la ética de la responsabilidad es aquella que más allá de nuestras convicciones se preocupa por el efecto que en otros causan esas mismas certezas.
Nadie, salvo un loco, se atreve a decirle a sus vecinos: «Sus hijos son más feos que un ostión y más tontos que un asno». A lo mejor la frase expresa la verdad o por lo menos nuestra certidumbre, pero uno se auto contiene por dos motivos básicos que pueden o no estar entrelazados: a) por respeto y consideración a los otros o b) por miedo a esos otros. En una mesa de amigos (que puede incluir a creyentes abiertos al juego y el cotorreo) usted puede contar un chiste sobre la Virgen, pero de seguro no irá el 12 de diciembre a la Basílica a repetir la gracejada. Es una auto contención que permite la vida en común, la vida, digamos, civilizada, que indefectiblemente tiene algunos grados de auto represión.
En infinidad de casos usted tiene garantizada la libertad para hacer escarnio de lo que quiera, la autoridad no podrá sancionarlo, no hay norma que lo inhiba, pero quizá no deba hacer y decir lo que tenía pensado hacer y decir por las derivaciones que puede desencadenar. No es la ley lo que lo detiene, sino la noción de que usted es responsable no solo de sus palabras sino de las consecuencias de las mismas. Se vuelve un asunto ético que tiene que ver con la consideración a los otros y los efectos perversos que se pueden desatar en el ejercicio de su libertad. En esa dimensión la libertad siempre tiene un contexto que uno no debe (porque sí puede) dejar de tomar en cuenta. Por eso suelen decir hasta los manuales de urbanidad que el ejercicio de cualquier libertad implica una responsabilidad.
¿Por qué la responsabilidad propia suele no estar en el tablero con el énfasis necesario? Tengo la impresión (no es más que eso y seguramente estoy equivocado) que habitamos una sociedad con el síndrome de los niños consentidos. Esos chicos que insultan a la trabajadora de su casa, agreden verbalmente a su maestra, amenazan a sus padres, y estos últimos, con una sonrisa beatífica, ven al cielo, no les llaman la atención, porque los escuincles están ejerciendo su libertad, están formando su carácter, su personalidad. Una forma «curiosa» de «educar», asentando «sus» derechos y despreciando a quienes los rodean. Es el síndrome del yo-yo. Yo primero, yo después y yo siempre. Los otros no son más que parte del elenco secundario si no es que del mobiliario.