Fuente: La Jornada
Los informes no debían dar lugar a más dudas: el sistema que se configuró al calor de la transición política a la democracia ha dado de sí y sus principales componentes no han sido capaces de producir un orden democrático mínimamente satisfactorio. De la disputa inicua por el presupuesto a que Fox sometió al Estado en su conjunto: poderes constitutivos, secretarías, gobiernos locales, agencias y organismos estatales, destacadamente Pemex, pero también los organismos autónomos, como los ifes, agencias del orden, la seguridad y la policía, la Suprema Corte, etcétera, transitamos hoy a una abierta contienda por el territorio físico y mental de los mexicanos. De aquí el predominio virtual del crimen organizado y su amenaza de volverse imperio real de la vida en sociedad.
No se trata de dramatizar para ganarle la partida a una realidad de por sí dramática, por no decir que trágica. Si la noción de “Estado fallido” molesta a las almas puras, asumamos sin más que el centro no sostiene, y que en su andar equívoco propicia más confusión que la original, mientras la población civil, pero también la militar, vive el temor como cotidianidad. Si Hobbes se instaló ya entre nosotros y el estado de naturaleza es lo que nos espera, es claro que no será con reacciones y afirmaciones de banqueta como lo podremos exorcizar. Fallido o no, el Estado no cumple y la sensación de que este incumplimiento justifica todo cunde como pandemia en el espíritu público.
No hay discurso que pueda con los datos crudos que arroja la irrupción de la barbarie criminal. Pero a la vez, no habrá condena ni acción punitiva que funcionen si no parten del reconocimiento de que esta barbarie es más que nada un proceso con una historia cuyos componentes sociales y económicos no pueden soslayarse, o dejarse para después, una vez que el dominio del Estado se recupere y la República se recomponga como eso y no como el archipiélago de destacamentos corporativos que es hoy, en abierta riña por los menguados excedentes petroleros o las raquíticas transferencias que aún le quedan al fisco federal.
O se admite la terrible falla de las estrategias económicas y sociales que acompañaron el cambio globalizador, o el país seguirá navegando al pairo. Hasta que la próxima marea del mundo turbulento que nos dejó el neoliberalismo, ahora militarizado y catequizado de la peor forma por Bush y su junta, nos vuelque.
El triste espectáculo ofrecido al alimón por funcionarios de la seguridad nacional y los legisladores (los que se quedaron en las comparecencias de los primeros), no es prueba de que en las cumbres del poder constituido se vive en la normalidad del pluralismo democrático y sus estridencias predecibles. Revela y confirma, al mismo tiempo, que la crisis del Estado empieza por la cabeza y vuelve corrosivamente banal la ineptitud ocasional del político. Este “business as usual” de diputados y diputadas, secretarios y procuradores, es prueba eficiente de que el sistema político y sus productos más evidentes, como el gobierno y los partidos, están en vías de implosión, mientras la sociedad sufre las pulsiones de una explosión cuyos primeros y sangrientos avisos vivieron Morelia y Villahermosa, pero que a diario experimentan los mexicanos que buscan irse o los maestros que rehúsan serlo después de décadas de degradación por parte de los gobiernos y las mafias que se apoderaron de su sindicato.
Así está la agenda sin agenda que hoy vive México. Sin explicaciones ni promesas, la conducción política se refugia en ejercicios de autismo que alcanzaron una primera cima en las jornadas presupuestarias de hace unos días, pero que las que siguieron, relativas a la seguridad, llevaron a alturas insospechadas. Tocar fondo es una ilusión y quienes busquen enmendar el rumbo para por lo menos recalar un rato deben asumirlo como punto obligado de partida y orden mental.
Pactar no es sinónimo de conceder. Y hoy es más bien una condición primaria para que la alternativa tenga sustento social y material, físico. Será con criterios como éstos como se evaluará a quienes postulan la necesidad de un nuevo curso y de un giro en la visión y la gestión del Estado. Pero, a la vez, el poder constituido y su extraña cuanto precaria coalición deben admitir que al acuerdo no se irá si detrás de la convocatoria a la unidad está la búsqueda de complicidades y la creación de más chivos expiatorios que los que nos dejó la vergonzosa saga de conservación y control del poder por medios no constitucionales ni democráticos, que puso en marcha Fox e instrumentaron unas cúpulas del dinero que vuelven por sus fueros reclamando mano dura.
La política no puede proponerse como la rendición por otros medios. Pero la renovación nacional no puede siquiera imaginarse a partir de las ruinas. La hora de la astucia, sin duda. Pero también la de la responsabilidad que se extravió en el barullo de los cambios sin adjetivos ni objetivos que nos trajeron al mar de los sargazos.
Ojalá y pudiese uno decir amén.