Rolando Cordera Campos
El Financiero
04/06/2020
Convocado por su presidente Clara Jusidman, el Centro Tepoztlán Víctor L. Urquidi se dio cita digital para pasar revista al momento global y mexicano con la intención de arriesgar hipótesis sobre lo que puede venir. Habitantes de una auténtica aldea global, como la soñó McLuhan hace ya muchas décadas, los mexicanos debemos apurar el paso y también las neuronas para imaginar rutas de salida de este inclemente remolino; estrategias y visiones para desatar una recuperación portadora de nuevas señas de identidad de la economía y la política, hacia lo que muchos queremos que sea un nuevo curso de desarrollo para México.
Ofrezco al lector, un breve recuento de algunas de las reacciones que la rica reunión me provocó. Sin citar, recurro al libérrimo expediente de aludir a dichos y proposiciones de los conferenciantes, por lo que solicito su generosa comprensión por lo apresurado de esta crónica.
Como nos ilustró Rina Mussali, una de las ponentes, la impronta global es inevitable. Todos y cada uno de los dilemas abiertos por el nuevo gran conflicto global por la hegemonía protagonizado por China y los Estados Unidos de América nos involucran, en algunos casos de manera particularmente aguda. Sus desenlaces pueden desplegarse no solo sobre las configuraciones económicas forjadas en más de treinta dolorosos años de cambio estructural globalizador, sino sobre la perspectiva que supuesta y realmente ha abierto para nosotros y los otros dos socios el nuevo Tratado México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC).
De lo que pase en la fiera disputa comercial y geopolítica entre el dragón gigante y el búfalo americano, dependerá en gran medida el perfil productivo y ocupacional que México pueda reconfigurar, así como el retrato que su demografía económica y humana vaya a adquirir dentro de las fronteras nacionales y más allá, en su despliegue transnacional sobre la geografía, la cultura y la política estadunidense. Como no había ocurrido, lo que pase en el globo nos condiciona y, en algunos aspectos, va a determinarnos como comunidad nacional en este nuevo y agresivo mundo de la gran crisis epocal y de la redefinición de las fronteras nacionales, junto con la que sufrirán la vocación e identidades de las comunidades.
Por lo pronto, los escenarios son de inestabilidad y conflicto, de querellas irresolubles en el corto plazo y de movimientos conjeturales en un complejo ajedrez que remite a los juegos de guerra y poder de la Primera Guerra Mundial, la menos previsible de las contiendas que trajeron al mundo moderno hasta donde ahora está. No habrá Sarajevo por delante, pero sí mil y una chispas en busca del polvorín más próximo.
Alberto Olvera, asiduo estudioso de la sociología política mexicana a través de las diversas iniciativas de los movimientos sociales, las organizaciones de la sociedad civil, la política y los gobiernos subnacionales, en municipios y estados, nos ofreció un panorama (re)cargado de posibilidades disruptivas, pero también de oportunidades de innovación política desde la base enrevesada de territorios, culturas, hábitats, usos y costumbres, que conforma la geografía política y humana del México actual. Una presentación rica en escenarios abrumados por la desigualdad y las malformaciones del federalismo, casi bicentenario, que no alcanza a resolverse en una asociación cooperativa y que ahora se acerca peligrosamente a momentos ominosos de decisión sobre un pacto fiscal que, para resultar positivo, tiene que formar parte de la revisión del contrato social en que descansó nuestro acuerdo nacional posrevolucionario.
De todo el enredo federal, fiscal, municipal y metropolitano por el que nos condujo Alberto, se asoma un dejo optimista: que los mexicanos redescubramos el valor de los poderes cercanos y los reivindiquemos como rutas transitables y legítimas no solo para nuestra protección sino para acometer de nuevo, a partir de la dolorosa pedagogía del presente, una profunda y comprometida reforma del Estado. Que nos lleve a contar cuanto antes con un Estado democrático y constitucional digno de tales adjetivos.
La dificultad de las democracias de la que mucho se habla y se ha escrito, hasta anunciar su muerte, es sobre todo una crisis de representación que se vuelca en descontento ciudadano, revuelta social y proclividad a conductas anómicas. Ahí se nutren nuevos movimientos sociales que no reconocen ni buscan liderazgos, no presentan demandas corporativas ni de representación. Exigen cambios estructurales, pero no necesariamente mudanzas institucionales que pudieran desembocar en una ampliación de la democracia representativa. Algún tipo de nihilismo vernáculo sobrevuela mucha de la movilización social de los últimos tiempos.
Sin programa ni direcciones, estos movimientos parecen ser portadores de, o simplemente auspiciar, liderazgos populistas que lucran retórica y políticamente de la crisis de representación. Esta panoplia de vectores disruptivos no puede sino aterrizar en una persistente desinstitucionalización de los Estados y, como contraparte, en versiones moralizantes de ese populismo, la mistificación de misiones y la promesa de grandes transformaciones.
La coyuntura que el mundo vive impone un cambio al río de la historia, nos dice la historiadora canadiense Margaret Macmillan en The Economist (may 9th-15th 2020, p.71). Es también la hora de la (re)invención de los liderazgos que no son, ni han sido, unívocos. Mientras Roosevelt proponía a su pueblo un “nuevo trato” para salir de la Gran Depresión, salvar al capitalismo y ampliar la democracia en una fórmula de democracia social, Hitler proponía rearmar Alemania y vengar la humillación que Europa le propinó a ese país tras su derrota en la Primera Guerra. La ambigüedad de la historia se trocó en tragedia humana multitudinaria, destrucción física inaudita y dislocación de unas economías dañadas previamente en sus centros motrices por la Gran Depresión de los años treinta.
Los pueblos salieron de la Segunda Guerra y los vencedores propusieron cambios de fondo, de estructura y modos, para asegurar que aquella tragedia “no sucediera jamás”. Divididos en dos bloques apenas terminada la contienda, ambos se esmeraron en construir una oferta de gran visión y ambición, pero también de concreción inmediata. Vino el despliegue del gran acuerdo, el New Deal, y la construcción de los Estados de Bienestar europeos que siempre fueron más que una oferta instrumental para la Guerra Fría. El desarrollo fue acuñado como propuesta de cambio histórico para los nuevos mundos que emergían y se descolonizaban, mientras reclamaban e inventaban el derecho no solo a la soberanía sino al desarrollo. Se llegó a pensar en una gran convergencia entre los dos enormes sistemas armados hasta los dientes.
Por ahí transitamos hasta que vinieron las “grandes transformaciones” para hacer un mercado mundial unificado, saltaron las crisis globales, llegó el bicho y …. aquí estamos.