José Woldenberg
Reforma
13/04/2017
En uno de sus últimos libros, si no es que el último, Giovanni Sartori escribió diez breves ensayos con auténtico espíritu «de contradicción» y aunque, por momentos, emana de ellos un ánimo lúdico, da la impresión que el profesor italiano estaba más que preocupado por lo que observaba: «una marcha hacia el colapso», como pensó que debería llamarse su compendio y que acabó titulándose La carrera hacia ningún lugar (Taurus, 2016), «para expresar que estamos avanzando en medio de la tontería y la extravagancia costosa».
Una de sus preocupaciones era la que denominaba «la cultura de la revolución», no los hechos o procesos revolucionarios que podían fecharse en la historia y cuyos resultados eran muy diversos, sino la «exaltación de la revolución» hermanada a la violencia y convertidas en una pareja inseparable.
Escribió: «Hasta mediados del siglo XX la idea de que la violencia fuese ‘buena’ era una idea, si es que lo era, de pequeñas sectas de conspiradores. La idea general (de los revolucionarios) era que la revolución era necesaria y que la violencia era, por desgracia, un efecto secundario inevitable». No obstante, dice, generaciones de jóvenes que nunca habían sido sacudidos por el hambre, la guerra, las revoluciones, es decir, que no habían visto ni vivido episodios masivos de violencia y muerte, pero eso sí portadores de deslumbrantes ideales, empezaron a alimentar un culto a la violencia presuntamente revolucionaria, transformadora, incluso redentora.
Esa actitud y esa proclama tuvo por lo menos dos nutrientes: 1) lo que él llamaba el «perfeccionismo democrático», «aquel que considera que los ideales deben realizarse al pie de la letra. (Y) cuando se da cuenta de que al forzarlos produce resultados inversos, su receta solo consiste en aumentar la dosis, en exagerarlos». Esa tensión entre ideales (digamos principios y valores) y la realidad es uno de los resortes que puede ayudar a la reforma de las normas, las instituciones y las relaciones democráticas o, por el contrario, derivar en el desencanto radical con la democracia realmente existente ya que no cumple con las expectativas del mundo de las ilusiones. Convirtiendo al «perfeccionista» en un revolucionario: «Lo existente es intrínsecamente malvado y, para extirpar el mal del mundo, es preciso destruirlo y crear un mundo nuevo… A este impulso, a esta rabia, la cultura de la revolución le proporciona la coartada intelectual…».
2) La segunda fuente proviene de una construcción académica que presenta al «mundo como violencia». No sólo iguala a la fuerza con la violencia, sino reviste a la segunda de un aura que la convierte en salvadora. Escribe Sartori: «Violencia es una forma brutal de hacer daño; la fuerza de por sí, no…La fuerza es una vis coactiva compatible con el estado de paz; la violencia caracteriza el estado de guerra. El Estado que me impone sus leyes y que, si las violo, me detiene, me lleva a los tribunales y me condena (con procedimientos judiciales correctos) es ‘fuerza’, mientras que el agresor que me pone un cuchillo en la barriga, el asesino que me mata o una muchedumbre que me lincha son ‘violencia'». No obstante, esa diferencia abismal y nítida es borrada por una retórica profesoral que convierte toda asimetría, toda desigualdad, toda subordinación, en violencia. Una «violencia estructural» que acaba por legitimar a la violencia en su sentido estricto. De esa manera lo que es destrucción, agresión e incluso muerte se convierte, por arte de magia, en creatividad, innovación, cambio. Sartori lo dice en otro ensayo: «las palabras son nuestras gafas. Equivocar la palabra es equivocar la cosa».
Sartori no se cansó de afirmar -y con razón- que «es falso que el cambio tenga que ser necesariamente revolucionario». Y no solo eso, sino que «a mayor violencia -tanto en intensidad como en duración- solo corresponde mayor daño y mayor destrucción». Se trata de una verdad del tamaño de la Basílica de San Marcos, que cualquiera que no se encuentre enajenado por la retórica del cambio violento puede constatar, pero el culto a la violencia no pienso que se vaya a disolver, aunque quizá un primer pasito sería volver a llamar al pan, pan y al vino, vino. Porque como alertaba Sartori: nuestras palabras son las que acaban por modelar a nuestro mundo.