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El debate público

Se solicita proyecto

María Marván Laborde

Excélsior

05/01/2017

Quizá, celebremos recordando como efeméride la Revolución y su construcción ideológica, mezcla casi sincrética de la memoria oficial, conjunta a Madero, Carranza y Zapata como una propuesta exenta de contradicciones. Será más sencillo mirar hacia atrás porque no tenemos la vista en el futuro, difícil reconocer que carecemos de proyecto ni siquiera imaginamos cómo podríamos andar juntos la próxima década.

Síntoma de esta ausencia de porvenir en el que la comunidad nacional se desvanece es, entre muchos otros, el gasolinazo. Reacciones violentas que manifiestan su enojo masivamente en las redes y con mucho menor intensidad en las calles. A través de la virulencia de los tuits, la ironía de los memes y el absoluto desprecio por el actual gobierno, se hacen francos llamados a la anarquía.

Difícilmente ocurrirá un estallido social como el que sugieren o imaginan los whatsapperos de furioso pesimismo, pero si el gobierno o los partidos desdeñan el enojo y asumen que estamos viviendo en paz, cometerán un error mucho mayor que los primeros.

Del gasolinazo enoja el incremento del 20%, pero irrita todavía más que de cada litro comprado de gasolina el 43% se vaya directo al fisco. Nadie paga impuestos con gusto, pero es imposible generar legitimidad de una política impositiva cuando los recursos fiscales sirven para hacer casas blancas, alimentar la voracidad de los Duarte, Aguirre, Borge, Padrés, y los múltiples etcéteras de la clase política.

Se ha evidenciado el fracaso del Pacto por México. La Reforma Fiscal, causa última del gasolinazo, fue pactada por el PRI y el PRD. El PAN y el PRI acordaron la Reforma Energética. El PRD y el PAN forzaron la Reforma Política. En todos los casos, el tercero en discordia ha sido contrarreformista y desarticulador de cualquier proyecto de nación mal imaginado.

No podemos sino recordar, con preocupación y dolor, los discursos de senadores y diputados de todos, sí, de todos, los partidos políticos después de la desgracia de Ayotzinapa. Ni uno solo fue capaz de levantar la mirada por encima y asumir que estábamos, y estamos, frente a una crisis de régimen. Cuando lo que había que recomponer era el Estado, se dedicaron a querer sacar raja política buscando cuáles eran las siglas del árbol caído.

Celebraremos también la promulgación de la Constitución de la Ciudad de México que, además de innecesaria, no contiene un proyecto de Ciudad que marque los puntos de convergencia para la construcción de un mejor futuro en el que quepamos todos, hasta las no minorías.

Mucho se ha escrito sobre las debilidades del proyecto con el que trabaja el constituyente; de entre ellas, una de las más graves es la exagerada necesidad de hipervisibilizar a las minorías. A fuerza de quererles asegurar sus innegables derechos y compensarles por la vía de los buenos deseos, puede romperse el proyecto de sociedad. Lejos de conformar una comunidad, se consolidarán islotes sin puentes de comunicación.

Al leer el proyecto queda la sensación de que, si no perteneces a la comunidad LGBT, si no padeces alguna discapacidad, si no eres indígena, si no eres madre soltera o estás desempleado, te costará mucho trabajo reconocerte en esa Constitución. No es evidente la propuesta de integración que reconoce la diferencia y ofrece un futuro justo y omniabarcador.

Una Constitución debería de celebrarse por su capacidad fundacional, por su propuesta aglutinante, por su proyección hacia el futuro de la comunidad que se pliega al máximo ordenamiento jurídico. La Constitución de 1917 y la de la Ciudad de México de 2017 reclaman un proyecto de futuro.