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El debate público

¿Se vale disentir?

José Woldenberg

El Universal

08/09/2020

La pregunta boba, espero, solo tiene una respuesta posible: sí. Pero cuando uno observa la reacción del presidente y la de sus legiones de seguidores frente a la crítica parecería que la contestación debe ser no. (Y algo similar puede afirmarse de los pelotones opositores que creen y hablan como si tuvieran la verdad en un puño).

El 4 de septiembre en su plática mañanera el presidente volvió a arremeter contra medios, periodistas y comentaristas, sin replicar a sus argumentos, sino insinuando que sus fuentes de financiamiento eran ilegítimas. Descalificaciones ad hominem que solo empañan el espacio del debate y degradan la posible conversación pública.

Aunque solo fuera por la asimetría de poder entre el titular del ejecutivo y la de sus críticos, el presidente debería abstenerse de hacer descalificaciones rústicas. Sobre todo, en un ambiente tan recargado en el cual nadie sabe cómo leen e interpretan esos dichos las hordas de fanáticos. Esas expresiones de intolerancia lo que develan es un resorte que niega legitimidad a los argumentos distintos a los del poder solo por ser distintos a los del poder.

Una simple receta nos ayudaría a elevar el nivel del debate y por esa vía a la comprensión de los problemas que agobian a México y que no tienen una sencilla solución: dejar a un lado las presuntas anulaciones a las personas y entrar al núcleo duro de las argumentaciones y las evidencias.

Digámoslo pronto y sin rodeos: la más vil de las personas puede tener razón y el hombre más impoluto puede estar diciendo una retahíla de burradas. Y, sin embargo, el espíritu de cuerpo, el alineamiento inercial, la mecánica de la confrontación, las ansias por mantener una identidad intocada y en el extremo el cinismo, las campañas propagandísticas, los intereses mezquinos, empujan hacia un agrio debate sobre las personas y no sobre sus planteamientos. No será fácil salir del laberinto y menos si desde el gobierno se alimenta esa fórmula de “discutir”.

Por supuesto, las personas, sus biografías y su fama pública importan. Y pueden y deben ser discutidas. Pero cuando lo que se debaten son los problemas nacionales resulta imprescindible evaluar las evidencias, los análisis y las propuestas. Todo lo contrario de lo que hace el presidente que, sin jamás referirse a ese núcleo duro de los problemas, descalifica evidencias, análisis y propuestas por venir de dónde vienen. Los adjetivos acuñados desde la presidencia podrían construir un diccionario de descalificaciones inerciales que supuestamente no requieren de argumentación alguna. La substitución de datos, tesis y reflexiones por epítetos está logrando que el espacio público esté repleto de agresiones e insultos, lo cual impide no solo generar un horizonte medianamente comprensivo sino, por el contrario, abona a un mayor hundimiento del país en el pantano de la retórica guerrera e improductiva.

Los epítetos son y han sido consustanciales al debate político y nadie puede siquiera imaginar un terreno de juego totalmente ajeno a ellos. Pero cuando lo son todo y “sin medida” e impiden ver lo sustantivo, cuando substituyen a lo poco o mucho de razón que ofrece sentido a los litigios, estamos en una ciénaga en la que todos podemos sucumbir. Imaginemos, solo por un momento, un escenario alternativo y por hoy delirante, por imposible. Una discusión sin adjetivos contra los adversarios y poniendo sobre la mesa análisis y propuestas fundadas.