María Marván Laborde
Excélsior
27/08/2015
La construcción del nuevo aeropuerto dejará libres 710 hectáreas en el corazón de la Ciudad de México, eso nos permite echar a volar la imaginación. Tenemos el reto de construir un nuevo barrio que podemos convertir en un modelo de urbanización democrática, moderna, incluyente y con principios ecológicos, o bien, podemos hacer otro gran desastre producto de la estupidez y la avaricia humana.
En diversos foros, el secretario de Economía del Distrito Federal, Salomón Chertorivski, nos convoca a un verdadero proceso de deliberación pública donde generemos espacios para una discusión informada que propicie la participación ciudadana; para ello, deberán establecerse auténticos mecanismos de diálogo que sirvan para modelar qué queremos hacer con el inmenso terreno que de pronto se libera en una de las ciudades más grandes y más mal planeadas de todo el planeta.
Si bien el nuevo aeropuerto empezará a funcionar hasta el 2020, la discusión debe comenzar hoy, entre otras cosas, porque hay que hacer un marco normativo claro que defina de manera precisa no sólo qué vamos a hacer, sino cómo vamos a hacerlo, cuáles son las facultades y obligaciones, tanto de las autoridades involucradas como de los inversionistas.
El reto no es menor, las decisiones que tomemos afectarán de manera permanente el desarrollo de la ciudad. Tenemos la posibilidad de hacer las cosas bien o de echar a perder irremediablemente esta gran oportunidad.
Las malas decisiones urbanas rara vez pueden corregirse. Los fracasos citadinos castigan cruelmente a sus habitantes por generaciones. Los errores de planeación estropean para siempre la vida cotidiana de sus habitantes. Las tergiversaciones causadas por la corrupción dejan cicatrices imborrables en el mapa de la ciudad.
Pensemos en la tristemente célebre ciudad de Brasilia, creada en la mitad de la nada para el gobierno federal, después de medio siglo es tan inhóspita que sólo alberga burócratas que huyen de ahí tan pronto como pueden. Otro ejemplo es la corrupción de la industria automotriz, que en los años 30 dejó, hasta el día de hoy, sin transporte público a la ciudad de Los Ángeles.
En este espacio recuperado puede caber un nuevo pulmón de la ciudad. Si dedicáramos la mitad del terreno a generar espacios verdes, parques, bosque y áreas de entretenimiento, tendríamos un parque más grande que el Central Park de Nueva York que, por cierto, fue producto de la imaginación humana.
Podrían incluirse viviendas y, en ese caso, habría que proveerlas de los servicios necesarios, mercados, comercios, escuelas públicas y privadas, hospitales, restaurantes, banquetas, etcétera. El urbanismo moderno exige un verdadero uso mixto del suelo urbano que permita reducir al mínimo los traslados de sus habitantes y proveerlos de un lugar agradable donde vivir y trabajar. Si sólo sembramos árboles sin ton ni son, corremos el riesgo de hacer un desierto imposible de disfrutar por el ser humano.
En términos de vialidades, habría que pensar en la movilidad de quienes allí podrían vivir o quienes necesiten atravesar por allí. Nada más preocupante que construir una ciudad amurallada que no incluya y se preocupe por las necesidades de quienes ya viven hoy en sus alrededores, ellos más que nadie son los que deberían ser los grandes beneficiados de este nuevo espacio público.
La ubicación del aeropuerto nos obliga a pensar en una integración funcional de este proyecto a la Ciudad de México, está a escasos ocho km del Zócalo y a siete del Congreso de Unión, uno de nuestros grandes fracasos de gentrificación de la ciudad.
En la medida en la que pensemos en clave moderna, se puede incluir a los desarrolladores privados, pero con un estricto plan de desarrollo que les permita participar, pero que contenga su voracidad. El sueño se nos puede convertir en pesadilla si sembramos unidades de Infonavit y creamos una masificada villa Rotoplás sin integrar servicios y espacios públicos, todavía peor si permitimos que los creadores de Santa Fe reproduzcan otra selva de edificios y concreto donde los seres humanos sólo circulan acorazados en sus automóviles porque no hay un solo sitio para andar.