Ricardo Becerra
La Crónica
26/02/2017
En una formulación más que afortunada, el neurobiólogo Antonio Damasio define a la inteligencia así: “…es la capacidad de recolectar y conjugar toda la serie de información que nuestros sentidos proveen a nuestro órgano central y que resulta en una potenciación del ver, el oír o el degustar. Inteligencia es la suma de todo eso y la ratificación correspondiente en la conciencia” p. 13, en Sentir lo que sucede (Edit Andres Bello, 2000).
Pues creo que hay algo en nuestra vida pública —y especialmente en la súbita aparición del trumpismo— que no permite a actores clave sentir lo que sucede. Ya había sido bastante evidente en la tragedia de Ayotzinapa, pero esto lleva meses. Llega información a través de todos sus sentidos, las instituciones, el servicio exterior, y sin embargo, la suma de impulsos que sus nervios dirigen al cerebro no es suficiente para dar la respuesta adecuada, es decir, para actuar de un modo inteligente. Voy a poner un ejemplo.
“Largo y no sencillo”, así de raro se expresó el Canciller mexicano luego de su conversación con Tillerson y Kelly (secretarios de Estado y de Seguridad Nacional, respectivamente). Y aunque por fin alzó la voz con frases más acordes con la gravedad de la situación, por enésima ocasión se quedó corto. No compila el conjunto, no corrige la hipótesis central, no tiene otra lectura de las cosas más que negociar con la Casa Blanca.
Y claro que debe intentar negociar con esos tipos iracundos, pero lo que no aparece en ninguna parte de nuestro gobierno es la lectura de lo que realmente sucede, a saber: lo que quiere afirmar el gobierno de Estados Unidos, simplemente, no se puede negociar. Como afirman Fernando Escalante y Mauricio Tenorio, la hostilidad que emana de Washington no es accidental, ni siquiera utilitaria. Es algo más allá que enfrentar al gorilón abusivo en el recreo (ya se calmará).
Trump representa algo muy profundo de los intereses y del espíritu de ciertas capas de la sociedad americana. Quiero decir, un racismo que estuvo allí, siempre, contenido unas veces, abierto y recrudecido como ahora, pero que está dispuesto a arriesgar aspectos importantes en su estilo de vida y en su lugar en el mundo con tal de vengarse, de humillar, de desquitarse con los mexicanos… los más débiles a los ojos de su paranoia. Más débiles que los árabes y que los chinos, por supuesto con quienes no bravuconea tanto.
Solo hay que darse un paseo por ciertas ciudades de E.U. para palpar esta agitación de una minoría envalentonada. Recientemente en Nueva York, por primera vez presencié cómo un blanco, en el Metro, le prohibía hablar en español a un cuarteto de paisanos amedrentados. O el hecho de cambiar la marquesina de los restaurantes, en Brooklyn, para no parecer demasiado mexicanos: menos español, son menos problemas, me dijeron. Hay algo muy representativo en la ira y en la hostilidad, algo psicológico que no es racional, y que es el verdadero resorte de los inquilinos de la Casa Blanca.
Esta conclusión es absolutamente central para la toma de posición y para la búsqueda de alternativas de nuestra política exterior (también de la interior) y de nuestra política económica. Y me parece que el gobierno es el primero que debe convocar y encabezar esa reflexión.
Insisto, no es necesario ser clarividente para darse cuenta que hemos topado con el fin de una etapa, con la caída del principio que privilegió cualquier cosa con tal de mantener buenas relaciones con nuestro principal socio comercial. Eso es lo que se ha acabado y por la peores razones: las razones racistas y las ganas de desquitar su ira, con los más indefensos mejor.
Todavía escuché a Jaime Serra Puche en su defensa técnica y económica del TLC. Al ex presidente Salinas y a muchos otros, pero no sienten lo que sucede. No sé si les parezca meros incidentes, espantajos o accidentes. Pero desde la invitación del candidato Trump. Hasta la visita de ese par de funcionarios de Estados Unidos va resultando claro que nos están jugando —como dijo un tuit— good cop-bad cop, aunque la verdad es que los “buenos” son de por si bastante aterradores.
Deportaciones masivas que se les eleva a categoría de “operación militar”. Redadas. Campos de deportación. La creación de impuestos a exportaciones desde México y la reducción de impuestos a exportadores desde E.U. La aceleración de la construcción del muro (y sumen tantos asuntos críticos) deberían ser suficientes para concluir que con esa ira, politizada e institucionalizada en la Casa Blanca, la negociación es la menor de las posibilidades.
Damasio tiene razón, también en política: la ausencia de emoción, de sentimiento, de contacto y de empatía con los que están allá, fuera de Los Pinos, puede aniquilar la reacción adecuada, la razón, el límite de lo razonable y la estrategia.