Ricardo Becerra
La Crónica
03/06/2018
Todo ocurrió en una esquina: Avenida Chapultepec y Juan de la Barrera. Y la casualidad quiso que yo fuera testigo directo.
Ocurrió esta misma semana y presencié el hecho grotesco que retrata muy bien lo que hemos llegado a ser, el desorden humano (y moral) de nuestra sociedad actual. Paso al relato.
Inescrupuloso. Un pequeño auto blanco de marca lujosa es manejado torpemente por un –ya no tan joven– que no sabe decidir rumbo ni tumbo. Precipitadamente, sin avisar, sin prender la direccional, pisando el freno de repente (¿aconsejado por Waze?), gira a su izquierda para poder desembocar en el circuito interior. Tampoco mira el retrovisor ni los espejos laterales. Mediante volantazo repentino, choca y acaba derribando de su motocicleta a Alejandro, quien queda tendido en el pavimento, a pleno rayo de sol, en uno de los días más calurosos de nuestra Ciudad, que yo recuerdo. El del carro blanco, de marca fina, no se detiene, no auxilia al atropellado, no se hace cargo de su responsabilidad. Aprovecha el aturdimiento y campante sigue con su prisa.
Indefensión. El de la moto queda golpeado y aturdido. Al principio no puede hablar. No hay sangre pero sí muestra rasguños y moretones. Parece más preocupado por el artefacto que maneja que en su propia condición física. Por minutos queda tendido, soportando la motocicleta sobre una de sus piernas. Es evidente que el golpe ha afectado su cuerpo y su cerebro. De no ser por el auxilio que recibe, hubiese pasado en el suelo con el casco en la cabeza por no sabemos cuánto tiempo. Puesto de pie, balbucea. No puede pronunciar su nombre. Le ofrezco agua, pero toda su atención está en su vehículo: ¿Volverá a encender? ¿Qué tantos daños exhibe? ¿podrá llevarlo de nuevo a su trabajo? Nos enteramos: la motocicleta es propiedad de la empresa, y los daños, le serán imputados, cobrados, sin excusa ni pretexto. Esa es su principal preocupación. Transcurren varios minutos para que él –Alejandro– se ocupe de sí mismo.
Informalidad. Esos malvados que –según la ideología de la época- hacen decrecer la productividad nacional. Hete aquí que son precisamente ellos quienes, desde la enorme parada de camiones, desde su papel de viene-viene, han venido corriendo para atender al atropellado y más: a perseguir al fugado. Un muchacho menor de treinta años que no tuvo la educación, el decoro, la simple humanidad para atender a su víctima, a quien atropelló. Cuatro informales le suplen y hacen las tareas de socorro.
Inmovilidad. Los informales que han saltado en auxilio del atropellado, corren tras el auto blanco. No les es difícil alcanzarlo pues es hora pico y a media cuadra el infame queda estacionado. Sacan fotos del carro y de las placas. También del conductor, a quien no le queda más remedio que marchar en reversa, estacionarse, llamar a su seguro y –conminado por los informales- pedir una disculpa al motociclista, que para entonces, consigue espabilarse. Gracias al amontonamiento de coches y al tráfico nuestro de todos los días, su fuga resultó imposible. Los informales lo han puesto de cara a su propia responsabilidad.
Insolidaridad. Decenas de automovilistas pasan, miran, reducen la velocidad para satisfacer su morbo y simple, llanamente, abandonan al caído. No hay que perder el tiempo con esas naderías como apoyar al prójimo. No fueron pocos los testigos, pero ningún automovilista se sintió obligado a detener la marcha y echar una mano. Ya se sabe: hay cosas más importantes y apremiantes que un sujeto caído en desgracia. Incluso, quienes se detuvieron para ayudar, eran increpados y embestidos a claxonazos, con furia, por el mal gusto de ralentizar el tráfico ante esa insignificante desgracia.
Incompetencia. Las autoridades no aparecen. Llamadas a los servicios de emergencia. A la policía vial. Al seguro automovilístico. Transcurren más de 20 minutos y nadie llegó. Podemos decir: para entonces, nuestro lesionado ya había sanado. Se había recuperado y pudo llamar a su familia, y sobre todo, a su patrón, preocupado por el estado de la motocicleta, más que por el estado de su empleado. Los franeleros y gritones brindan primeros auxilios: no tomes agua, mejor un limón agrio para recuperarse del susto. Alcohol y toallas húmedas. Para entonces lo importante era permanecer en la sombra para que -40 minutos después- acudieran los servicios médicos.
Alejandro: un repartidor atropellado por un tipo de clase. Una sociedad inhóspita. Una historia que, me temo, ocurre, irremediable todos los días.