Rolando Cordera Campos
El Financiero
01/10/2020
De una visión simplificadora del pueblo, como instrumento unívoco más que como la relación social compleja que es, la Cuarta T ha pasado a una mirada reduccionista del Estado y de la economía, como una derivada simplona de la voluntad del poder constituido y legítimo. Así, la posibilidad deliberativa y diversa de la democracia se anula con el ejercicio del poder y de la autoridad que se nutre de esta visión del Estado y, al carácter de proceso político complejo que la política económica adquiriera, por lo menos a partir de la revolución keynesiana, se le ve como reclamo de unidad y lealtad al gobierno y su dirigente.
Tenemos ya suficientes indicios de que esta simplicidad ha contagiado a buena parte de los contingentes que dan sentido, pero no conforman, a Morena como partido político. Su rumbo, impuesto a golpe de simplificaciones y mistificaciones desde la cumbre del poder, es el de un movimiento cuyo ritmo y dirección dependen del humor de los jefes. Su conformación no puede ser la de un colectivo estructurado a partir de un convenio libremente asumido, por haber sido construido por sus adherentes y miembros, sino en congruencia con las necesidades de acción y movimiento emanadas de la voluntad dirigente.
Hoy es claro que sin deliberación organizada y codificada por derechos y obligaciones no hay democracia. Puede haber participación, si se quiere amplia y diversa, pero no procesos capaces de construir una auténtica voluntad general en torno a alguna visión compartida y acordada de bien común y soberanía democrática.
Y en estas andamos, mientras la intención presidencial se quiere transmutar en voluntad del pueblo y mandato popular. Atrás quedan los temas y problemas medulares que aquejan y cercan a una sociedad que afronta fracturas profundas y añejas. Comunidad quebrada por la inseguridad y la violencia y dividida cada vez más drástica y violentamente por desigualdades que no parecen tener correctivos,
Cada día que pasa y se afirma el mañanerismo como forma de gobierno, la democracia se queda al margen, en el mejor de los casos como desafío conceptual o teórico para expertos y aspirantes a algún lugar en el Olimpo de las de por sí vapuleadas ciencias sociales y humanas. O en los paraninfos donde solía cultivarse la retórica.
Estas incursiones en la cuestión democrática de nuestro tiempo, una época infectada por simplificaciones, permiten intentar redefiniciones conceptuales sobre lo que este sistema puede ser; también, para tejer y tener una política económica que pudiéramos calificar de democrática por su forma, contenidos y objetivos.
Es decir, una política económica cuyas señas de identidad sean una puesta al día de los ‘Sentimientos de la Nación’ que nos legó Morelos pero que, al mismo tiempo, recoja la gran experiencia cardenista, lo mejor del desarrollismo que le siguió y lo que nos ofrece la reflexión contemporánea sobre el desarrollo y su inevitable globalización.
Son muchos y hostiles los dilemas que encara una tarea como ésta. Nos remite a las tensiones entre soberanía, democracia y globalización que estudiara Dani Rodrik con maestría, pero igualmente nos obliga a encarar el conocido, pero soslayado, vericueto de la representación ciudadana en el Estado, en sus órganos colegiados representativos, así como el de la intervención formal e informal, legal y paralegal de los grupos de interés y su coronación en poderes de hecho, ‘fácticos’ como suelen llamarles en España.
Poner en su lugar estos poderes sin conculcar sus derechos ni olvidar el papel crucial que suelen tener en la orientación y dinámica de los procesos de inversión privada es obligado, no sencillo; menos cuando aquellos eficaces, cuanto opacos, canales de conversación y acuerdo entre el Estado y los grupos de poder se oxidaron. Tampoco puede haber interlocución cuando los mecanismos de concertación público-privada fueron exorcizados por la furia mercadista o neoliberal de fines del siglo XX, y las destrezas desplegadas en los pactos antiinflacionarios fueron archivadas luego del tristemente célebre ‘error de diciembre’ de 1995.
Quizá el Plan Nacional de Infraestructura que se presentará el próximo lunes pudiera ser principio de otra historia; habrá que ver si, por ejemplo, se aborda el reto de la concertación y la comunicación entre los empresarios y el gobierno, así como la importante participación de los representantes populares en deliberaciones y ejercicios planificadores, hoy menospreciada. Porque hasta ahora las invitaciones a los churros con café, chipilín, mojarritas y agua fresca, se han mostrado inútiles para impulsar alguna modalidad de economía mixta, mientras que el proceso central de inversión, articulado a la inversión pública y ampliado por la privada, se llena de telarañas.
Tiene razón el ingeniero Romo al otorgarle un papel estratégico a la inversión privada. A su argumento le falta, sin embargo, reconocer que sin inversión pública adecuada la privada no puede subsanarla y ser una palanca de crecimiento económico que al país le urge. Cuestión central y decisiva del desarrollo mexicano, por muchos años soslayada.
El gobierno ha optado por hacer mutis, negando el papel vital que tiene la formación pública de capital fijo. En este embotellamiento anida la fuente de nuestro estancamiento que se ha vuelto secular y amenaza volverse histórico… ¿Hasta que otro remolino nos alevante?