José Woldenberg
Reforma
05/10/2017
En solidaridad con Leonardo Curzio.
El malestar que flota en el ambiente en contra de los partidos políticos combina nutrientes profundos y prejuicios muy extendidos. Atender a los primeros y desmontar a los segundos parece ser una tarea de primer orden. Pero los propios partidos parecen dar la espalda a los auténticos problemas mientras alimentan las consejas más desinformadas y tontas que emergen de la sociedad. La mala conciencia de los dirigentes, sumada a la simpleza, el oportunismo y la demagogia están destruyendo las coordenadas de un debate medianamente racional. Y los adjetivos no son azarosos: demagogia, porque no intentan elevar el nivel de la comprensión y discusión sino se pliegan al mínimo común denominador que priva en la sociedad; simpleza, porque cualquier planteamiento moderadamente sofisticado no cabe en las fórmulas pegajosas de la mercadotecnia; y oportunismo, porque con esos recursos piensan en «ganar» a la mayoría. Perdieron la brújula.
Que los partidos, en conjunto, hubiesen destinado un porcentaje importante de sus recursos a las tareas de auxilio a las víctimas, reconstrucción de inmuebles, atención a los damnificados hubiese sido un gesto de solidaridad digno de ser apreciado. Es más, si cada uno lo hubiese realizado por su cuenta también. Pero no, acicateados por la fiebre del malestar interiorizado, empezaron una carrera desbocada para ver quién se flagelaba más y con mayor contundencia, hasta llegar a la peregrina iniciativa de suprimir por completo el financiamiento público. Sin reparar en la historia ni en las posibles derivaciones de esa iniciativa ni en un análisis comparado de lo que sucede en el mundo, desataron, diría el cínico, los mejores resortes de la demagogia de la mala. (La demagogia «buena» es aquella en la que el demagogo gana y los demás pierden, la demagogia «mala» es aquella en la que todos pierden incluyendo al demagogo).
Al parecer es obligado recordar lo elemental: solo hay dos grandes fuentes de financiamiento para los partidos: públicas y privadas. En nuestro caso se optó por la preeminencia de la primera para alcanzar tres objetivos estratégicos que mantienen su vigencia: a) los recursos públicos son más transparentes que los privados, b) sirven para equilibrar las condiciones de la competencia y c) deben ser un dique contra la injerencia de los donantes privados en los partidos. Suprimir ese financiamiento solo llevará a una mayor opacidad en el manejo de las finanzas, a un nuevo desequilibrio en las condiciones de la competencia y a una sumisión cada vez mayor de los partidos en relación a los grandes grupos económicos.
El tema además se discute en un ambiente de marcada irracionalidad. Escuchando y leyendo a algunos parecería que la salud de las finanzas públicas y las posibilidades de la atención a las víctimas y las tareas de reconstrucción dependen de dichos recursos. No se recuerda que el financiamiento público a los partidos en 2017 representó el 0.13 por ciento del Presupuesto de Egresos de la Federación y que además ya se ha ejercido en un 75 por ciento. Se puede reducir, por supuesto, pero eliminarlo solo acarrearía secuelas peores.
También montada en la ola antipolítica, la dirigencia del PRI propone eliminar a los diputados y senadores plurinominales. No centran su argumentación en el núcleo duro del tema: las fórmulas de representación sino en el ahorro que ello implicaría. Con visión de tendero (que me perdonen los tenderos), se olvidan que lo crucial del tema es intentar traducir de la manera más exacta posible el porcentaje de votos en porcentaje de escaños. Y que la fórmula uninominal tiende de manera «natural» a sobrerrepresentar a la mayoría y subrepresentar a las minorías. No se percatan siquiera que en la mayor parte de los países de Europa y América Latina la fórmula plurinominal es hegemónica y parecen pensar que la vía natural para construir representación es la acuñada en la Gran Bretaña y Estados Unidos.
En lugar de dar un paso hacia adelante, por ejemplo, quitar el premio de sobrerrepresentación de 8 por ciento para la primera fuerza, quieren volver, en términos normativos, a los tiempos anteriores a los llamados diputados de partido (1963). Un dislate mayúsculo, que además resulta una apuesta de pronóstico reservado porque nadie puede saber a quién acabará beneficiando.