Rolando Cordera Campos
La Jornada
05/07/2020
Los términos usadospor el Presidente para hacer la taxonomía de la política actual son los menos adecuados. Ni el país político, menos el México social, pueden dividirse en conservadores y liberales; tampoco en opositores y pueblo de abajo
, como propuso de el Presidente el viernes pasado.
Al empeñarse en estas dicotomías, el gobierno y sus partidarios, agrupados o no en la coalición Morena, incurren en un peligroso autoengaño que va a nublar aún más el o los escenarios donde se dirimirá la política formal, electoral y legislativa. De ser ese el caso, el gobierno y la nación en su conjunto encararán dificultades crecientes para desplegar una gobernanza efectiva en momentos de intensa tensión social entre clases, grupos, regiones hasta llegar a las municipalidades y las alcaldías.
Ésta sería una movilización política poco promisoria y sí cada día más ominosa. La probabilidad de que brote violencia armada local crecería y su aprovechamiento para fines no políticos ni legales se volvería una realidad innegable y transparente.
No se necesita ser pesimista, término usado por el Presidente para calificar nada menos que a la Cepal, para advertir y documentar el inminente desplome de miles de pequeñas y microempresas que no tuvieron crédito oportuno y accesible ni pudieron resistir con sus propios recursos el abrupto paro económico desatado por la pandemia. Considerar que los propietarios de estos pequeños y muy pequeños negocios acudirían a sus ahorros para mantener la actividad y el empleo, puede mostrarse un supuesto peor que el que suelen usar los economistas para figurar escenarios y proyecciones. Supuestos heroicos, les llamamos, que al sustentar decisiones de política pueden llevar a resultados desastrosos. A situaciones peores que las inmediatas y previstas hasta llevar a los gobiernos a circunstancias incontrolables o casi.
Así nos ocurrió a finales de 1982 cuando se pasó de una crisis de caja
a una aparente insolvencia, de lo que siguió que el gobierno presidido por Miguel de la Madrid aplicara un ajuste ortodoxo, draconiano, sin tomar en cuenta propuestas alternas como la de una política de ingresos basada en la concertación, como la propuesta por Fidel Velázquez al frente de la CTM. El país se encaminó hacia una larga recesión productiva agravada por una nefasta combinación de inflación y devaluación que nos llevó cerca de la temida hiperinflación. Y todo esto sin conseguir una contraparte financiera internacional que cooperara para desenredar el nudo ciego de una deuda impagable.
El peso cayó sobre las espaldas del consumo popular y la inversión pública con el obligado desenlace de estancamiento y crisis. Después, al filo de una inflación desbordada y bajo el peso del sismo y la tragedia de 1985, el mandatario aceptó un cambio de forma y estrategia y empezó la era de los pactos
antinflacionarios, una combinatoria ni ortodoxa ni heterodoxa
, como la presumían sus arquitectos, que fueron efectivos, pero no pudieron convertirse en acuerdos nacionales para el desarrollo.
Para concretarse, la transmutación de los pactos implicaba un radical cambio de enfoque, filosofía y formas de relación entre los sectores público y privado. Pero no en el sentido que finalmente adoptara aquella gran transformación
.
Mudanza hubo, pero hacia una rauda reforma económica de mercado, para el mercado y sus dueños. El Estado sería un convidado de piedra en el escenario de la competencia internacional consagrada por el TLCAN y la clase obrera tocaría a la puerta del mausoleo cetemista. La población pobre y empobrecida encontró alivio en los programas retomados por el gobierno del presidente Salinas, pero antes, muchos de sus contingentes se expresaron con bravura en favor del candidato más genuino y popular de lo que quedaba de la tradición revolucionaria mexicana. Cuauhtémoc Cárdenas marcó una raya en la historia y luego de la caída del sistema y otras supercherías, se abocó a formar un partido nacional popular que reivindicaba aquella tradición, pero no pudo o no quiso afrontar los desafíos de la modernidad que México encaraba: estancamiento estructural; globalización desenfrenada; vuelcos culturales e ideológicos masivos, contrarios a sus empeños de reivindicación cultural e histórica.
Casi resignadamente nos movimos al neoliberalismo, pero la movilización de masas populares y de políticos, del propio aparato de dominación de la coalición gobernante, hicieron perentoria una aceleración del reformismo electoral, pausado y administrado, iniciado en 1977. La efervescencia popular y el chantaje un tanto sibilino del capital, junto con el reclamo democrático histórico de los grupos herederos del movimiento de 1968, conformaron el crisol para una reforma política propiamente dicha: para la transición a la democracia y la reconformación del régimen político, en especial su escorado flanco electoral herido tras la caída del sistema
del 88.
Tuvimos que pasar por un alzamiento armado de indígenas chiapanecos que clamaban por una nueva revolución, así como por el asesinato del candidato presidencial del PRI y del presidente Salinas. Pero el camino estaba trazado y pudimos llegar a la era
de las alternancias y la configuración de un indiscutible régimen plural de partidos y representaciones.
Lo que no ha habido, con globalización y más mercado, con retracción estatal, con libre comercio, es crecimiento económico sostenido como se prometió. Mucho menos hemos tocado al desarrollo que, de tan esquivo, se nos extravió. Y aquí nos dejó aquella era de fulgurantes cambios, ilusiones, cambios de piel. Y aquí estamos de nuevo, deshojando la margarita, sin horizonte bueno para la economía y con el caldero hirviendo en la muy dañada existencia de millones de compatriotas para los que las guerras floridas del Presidente y sus corifeos contra los fifís conservadores, neoliberales y compañía, tienen poco, muy poco qué decir.