Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
26/11/2020
¡Pero si ni distrito tienes! Eso le espetó uno de los mas esperpénticos farsantes del coro de aduladores de López Obrador a la Diputada Martha Tagle en una cita a un tuit donde una de las legisladoras más talentosas que ha tenido México en casi 20 años anunciaba su decisión de no buscar la reelección en 2021. El payaso con ínfulas deslizaba en la frase insidiosa una descalificación del sistema de representación proporcional, que conocemos en México como plurinominal, y una reivindicación del sistema de mayoritario, entre nosotros uninominal o de distrito.
La crítica traía retintín demagógico, pues en México han abundado los clamores de quienes dicen que a los diputados y senadores plurinominales nadie los eligió, que son cuotas simplemente repartidas por los partidos. Una y otra vez resurgen voces que claman por el regreso a un sistema totalmente mayoritario, con el argumento de que ese es el mecanismo real de representación, el que mejor vincula a los representantes con su electorado, sin comprender el grave déficit de representación que un sistema de mayoría relativa por circunscripciones territoriales relativamente pequeñas representa.
Este es uno de los temas preferidos de la política comparada y del institucionalismo político. Se han llenado páginas de explicaciones sobre los efectos positivos y negativos del pluralismo que provoca la representación proporcional en la representación legislativa. Generalmente, los conservadores son defensores de un sistema mayoritario, por su propensión a producir mayorías claras, mientras que la izquierda suele defender la representación proporcional, por su capacidad de representación de la diversidad de las sociedades. El método mayoritario es preferido por los aspirantes a autócratas, mientras que las democracias avanzadas son, aunque suene paradójico, mayoritariamente proporcionales.
No es necesario recurrir a la política comparada para reivindicar los beneficios de la representación proporcional en México. Desde su forma inicial y rudimentaria, la de los diputados de partido que aparecieron en las elecciones de 1964 y existieron hasta la elección de 1976, la existencia de diputados elegidos sin haber ganado un distrito, a partir de la votación emitida a favor de sus partidos en todo el país, aireó el ambiente político, en un país donde el sistema mayoritario no había producido bipartidismo alguno.
En un país de monopolio político, donde la legislación electoral y el manejo tramposo de los comicios impedían la formación de oposiciones competitivas, los diputados de partido fueron un alivio y llevaron otras ideas y otro tono al Congreso, aunque fueran voceros de partidos leales al régimen. Al menos se oían voces distintas a las cansinas loas al Presidente en turno de los discursos de los jilgueros que le debían el encargo y cuyo futuro dependía de la lealtad, rayana en abyección, que le mostraran al señor del gran poder en turno.
El arribo de la representación proporcional basada en listas de candidatos presentados por partidos, en 1979, representa el banderazo de salida del proceso de transformación de México de un régimen autoritario de partido único a una poliarquía limitada con competencia real por los cargos entre coaliciones ideológicas y de intereses claramente diferenciadas. La legislación electoral aprobada en 1977 abrió el espectro partidario y, con ello, agrietó al monolito priista. Llevó al Congreso voces de la izquierda que esbozaban un proyecto distinto al del acedo nacionalismo–revolucionario, permitió la eclosión del PAN, a partir de 1983, y facilitó la ruptura del PRI en 1988, después de 30 años de disciplina granítica.
El primer sistema de representación proporcional, aunque limitado por el control del sistema electoral por parte del Gobierno y por una clara distinción entre mayoría y minorías, dado que ningún partido tenía capacidad de disputarle al PRI el predominio en algo más que un par de distritos tenía una enorme ventaja respecto a lo que existe hoy: se votaba en boletas separadas por Diputado de elección mayoritaria y por la lista de partidos con la que cada elector se sintiera mejor representado. Dos elecciones diferentes, que permitían diferenciar entre el elegido como representante de intereses territoriales específicos y los votados para representar proyectos ideológicos y programáticos. Ambos sistemas se articulaban a través de los partidos, con la ventaja de que quedaba claro para los ciudadanos que la elección plurinominal dependía de sus votos.
La boleta diferenciada desapareció con la contrarreforma que impulsó Manuel Bartlett cuando era Secretario de Gobernación de Miguel de la Madrid. Aquel menjunje legislativo solo avanzó en aumentar el número de diputados de representación proporcional de cien a doscientos, pero fue un retroceso tanto en la eliminación del registro condicional a los partidos, para volver a un sistema de asambleas, como en la supresión de la boleta diferenciada entre mayoría relativa y representación proporcional. A partir de entonces, los ciudadanos votamos a la vez por un candidato que represente los intereses de un distrito y por el partido al que pertenece, con lo que estamos obligados a votar por impresentables locales si queremos que lleguen diputados de un partido por el que simpatizamos o, al revés, a regalarle nuestro voto a algún partido que atinó a proponer a un representante digno en el distrito, para que lleguen en realidad sus lamentables dirigentes al Congreso.
Hace unas semanas, el Consejero electoral Uk Kib Espadas presentó en el Consejo General del Instituto Nacional Electoral una propuesta para que el órgano electoral estableciera, con base en el texto del artículo 41 constitucional, boletas separadas para la elección de diputados por cada uno de los dos principios. Entiendo la posición de la mayoría de los consejeros, que no quisieron ni oír del asunto, pues habría complicado aún más un proceso electoral ya de por sí complejo desde una perspectiva técnica, además de contravenir los términos de la legislación que rige cada paso de la actuación del Instituto durante el proceso electoral. Pero, aunque improcedente para el 2021, se trata de un tema que debería incluirse en la agenda de reformas necesarias para consolidar el pluralismo, para que se deje de repetir la tonta conseja de que a los plurinominales no los elige nadie.