Ricardo Becerra
La Crónica
06/12/2015
A la memoria de Don Rodrigo, abuelo de Inés.
Una tal Raimonda Murmokaité, Presidenta en funciones del Consejo de Seguridad de la ONU, declaró solemnemente a mediados de noviembre que había iniciado la tercera Guerra Mundial.
Lo suyo era un formulismo jurídico: cuando 5 países o más, miembros del Consejo (Estados Unidos, Francia, Alemania, Rusia, Irán e Irak) acordaron juntos declarar la guerra y coordinarse para destruir a la nebulosa del Estado Islámico, la ejecutoria jurídica se cumplía: estamos en la tercera Guerra Mundial.
La declaratoria fue objeto de burlas y confusiones diversas en el mundo y aquí, pero si se piensa dos veces, la cosa no es tan disparatada y merece una reflexión más honda que el simple desdén por un comentario, a primera vista demasiado exagerado.
ISIS —el Estado Islámico— ha adquirido dimensiones y formas monstruosas y diabólicas. Es ya una organización terrorista más importante que Al-Qaeda, Al Nusra o Boko Haram. Ocupa territorios en Siria e Irak (donde ha instalado su Califato) y opera con solvencia en Líbano y Turquía, con células —según hemos sabido— en otros 40 países del mundo, incluyendo bastiones como Argelia, Libia y Marruecos, justo allí, al borde del Mediterráneo.
Pero el Estado Islámico es más importante por su capacidad para autofinanciarse y por su eficacia para reclutar orates en Europa y Estados Unidos. Dice Loretta Napoleoni: financiamiento de robos petroleros; secuestros al por mayor y lo que se ha vuelto más rentable: el tráfico de refugiados. ¿Les suena?
ISIS es una coalición delincuencial —cargada de ideología cósmica— que hace poco más o menos lo que las bandas criminales mexicanas, y algo más: tienen el mismo gusto por exhibir su sevicia y su crueldad y la misma tendencia sádica para trepar su diabolismo a Internet.
No es disparatado pensar en ligas, contactos, transacciones comunes y contagios de táctica y manías. Al fin y al cabo los grupos germinales de la Yihad tienen su origen en el contrabando de armas, la complicidad de la policía y la delincuencia organizada, con un componente si mucho más religioso y de venganza contra Occidente.
Pues precisamente así comenzó la primera Guerra Mundial, según el espléndido libro del historiador Christopher Clark: con la “Mano negra”, una organización secreta, que propugnaba la unificación de todos los yugoslavos (con Serbia en el centro) mediante atentados, conspiraciones y asesinatos. Es decir, una banda que al principio nadie tomó en serio pero que fue capaz de provocar centros neurálgicos de la política en Europa (con muchos menos recursos y sin la tecnología de la que dispone ISIS).
En 1912 y hasta 1914 nadie creía posible una guerra a escala Europea, pero bastaron una serie de pequeños acontecimientos (atentados, provocaciones, intrigas y simples errores de cálculo) para que el gatillo se disparara inexorablemente.
Y luego —de modo muy fundamental— la frivolidad de la opinión pública: la creencia de que la Guerra sería breve y que “los hombres regresarían en Navidad”. La diplomacia chata, timorata, incapaz de entender los riesgos y por supuesto, el cinismo político que prefiere voltear a otro lado, el cálculo electoral, el miedo a la represalia o el pacifismo “peace and love” utópico.
Tiene sentido la frase: ha empezado la tercera guerra mundial, no porque esperemos una conflagración de las mismas características, sino porque podemos estar ya, en un mundo muy inestable e inseguro, plagado de sorpresas siniestras en el que nadie estaba dispuesto a creer las calamidades que podría traer el siguiente paso, la siguiente negligencia diplomática, el siguiente atentado, la siguiente masacre o el siguiente bombardeo.
Un mundo de sonámbulos, como titula Clark su obra, “inconscientes del horror que estaban a punto de traer al mundo”.