Por Ricardo Becerra.
La Crónica de Hoy . 29/12/2008
Desde que era niño, da tumbos en mi cabeza un nombre extraño: Stanislaw Lem, Stanislaw Lem. Lo vi por primer vez -creo que a los trece- y desde entonces debo leerlo así, cuando menos dos veces, como para estar seguro de su literalidad en medio de su rareza idiomática, oscura y reflejante.
Jamás, de ningún profesor, escritor, locutor, crítico literario ó simplemente cuate, escuché nunca el nombre de Lem, de modo que no conozco su pronunciación exacta, pero mi memoria sigue retratando su nombre con la tipografía y en el lugar exactos: a la izquierda de principio de plana (página 20) dentro de una compilación ideada por I. Asimov para hacer un recuento histórico de los grandes autores de la ciencia ficción.
Entre ellos estaba el polaco (cuyo lugar de nacimiento hoy es parte de Ucrania) quien se estrenó en el mundillo literario-fiction gracias a un relato corto (“Los astronautas”) en 1951. Desde entonces produjo de modo intermitente libros, cuentos, guiones y novelas hasta el año de su muerte, hace dos, durante 2006.
Es muy conocida por ejemplo la película de Tarkovski, “Solaris” (disponible en la colección Criterion), cuyo guión fue hecho por el propio Lem en base a su novela homónima. Es menos conocido que esa cinta constituyó una estilizada respuesta soviética a la impresionante “2001: Odisea del espacio”, basada a su vez, en la novela de Arthur C. Clark. Lo curioso es que Lem estaba lejos de ser lo que se dice un artista del régimen, un juguete ideológico del gobierno y por el contrario, fue un discreto disidente que, probablemente, se refugió en sus fantasías tecnológicas para poder razonar lo que él mismo estaba viviendo.
Muchos de sus lectores han leído los sucesivos relatos de Lem como sutiles metáforas de anticomunismo. Por ejemplo “Ciberiada” (editorial Brugera, 1980), donde un par de robots altamente competentes en astrofísica, son capaces de alterar el orden de planetas y galaxias y cuyos enemigos reales se asemejan a la profusa burocracia estalinista. Uno de ellos ha realizado incluso un estudio que posibilita “la transformación de estados prohibidos por la física a estados prohibidos por la policía». Lo mismo ocurre con “La Nebulosa de Magallanes” o el “Congreso de Futurología” (Brugera, 1984), una sátira que no tiene pierde, en la cuál el agua corriente que llega a las llaves de todos los ciudadanos, del mismo modo que se clora y fluora por las autoridades, es condimentada con otros tantos compuestos que hacen fácilmente maleable su voluntad política. Lem lleva a sus últimas consecuencias la trama y sus conclusiones son tan detalladas, perturbadoras y sombrías como las de Sartori o Popper en sus ensayos sobre la manipulación televisiva, pero con más chispa, sarcasmo y ganas de burlarse a las costillas del prójimo.
A esta leyenda anticomunista (nunca contada por el autor, nunca confesada o nunca difundida en español) se suma el hecho de que Stansilaw Lem, (Stanislaw Lem), comenzó su carrera literaria con una novela realista, enclavada en su Polonia natal durante la invasión nazi en 1940 y considerada ahora por los críticos como “Una de las obras indispensables para entender qué fue del género humano en el siglo XX”, a decir del recién fallecido Harold Pinter, premio Nobel de Literatura 2005.
La obra fue puesta en circulación en México apenas, en el año que termina, gracias a la editorial Impedimenta y en efecto, constituye una amarga revelación, no solo porque se está inmediatamente en presencia de una literatura cuya técnica es claramente superior, sino también porque la terminó en 1948 y pudo publicarla (por razones políticas) hasta 1955. En ella solo es posible encontrar una muerte natural, todas las demás, son ejercidas conscientemente, provocadas, muchas, meticulosamente preparadas. El protagonista, médico principiante, se enrola en un manicomio al este de Varsovia donde observa y se relaciona con los médicos, los cuerdos y los locos, y el argumento general consiste en estudiar cómo reacciona cada uno de esos universos humanos frente a la avanzada nazi que no tardará en llegar y hacerse del hospital.
Algunos ya actúan de otra manera con las solas noticias de la invasión; otros cambian lentamente y bifurcan su conducta entre el heroísmo, la solidaridad, la abyección o el ensañamiento. Un mismo personaje puede adoptar todas esas facetas conforme transcurre la narración, trastornado por la pesadez de una atmósfera a cada página, más y más oscura. Los orates son una grey aparte, perfectamente indiferente a la política y la guerra, aunque no definitivamente, como se encargará de descifrar el último capítulo, desenlace sagazmente armado en el que adquiere sentido (¿o sinsentido?) toda la trama.
Es una novela de violencia pero no de la violencia histórica como cabría esperar de su contexto, sino de esa violencia sorda y discreta que permite el encierro en las cuatro paredes higiénicas de un manicomio que fue construido en medio de los bosques en Nieczawy. El dilema de los protagonistas es trágico porque la crueldad parece ser la única opción para su sobrevivencia, incluyendo la de los verdugos invasores. Todo demasiado simple, se dirá, si no fuera porque las reacciones más diversas, más complejas y la que incluyen el mayor número de interrogantes se manifiestan entre las chifladuras y las palabras babosas de los idiotas. Es en ese trance donde Lem muestra toda su ambición artística y toda su capacidad de escribir entre sorpresas del lector.
Sé que esta trama es deudora de la monumental “Montaña mágica” de Thomas Mann y su sanatorio para tuberculosos, en cuyos límites también se negociaba la muerte. Pero “El hospital de la transfiguración” es mucho más breve y más descriptivo del carácter abyecto al que nos mueve el terror, pues su aparato funciona merced a la inevitable colaboración de los más cercanos a las víctimas, en este caso, los doctores. Esa traición en todas direcciones genera una culpa imborrable y permite a los nazis imponerse “tanto tiempo cuanto dure la culpa compartida por una generación”.
La saña crece conforme el control de los invasores lo hace; también el odio sordo de la medicina que necesita alimentarse de sus pacientes en aras del avance de la ciencia y la tecnología. Y la culpa, expresada esquizofrénicamente por uno de los residentes en pleno quirófano: «¿Ves lo que me obligas a hacer, condenado loco de mierda?».
Quien ha escrito un libro como “El hospital de la transfiguración” debe ser un personaje extraordinariamente denso y complejo. Como dice el reseñista de la Red, Borja Prieto: “Si eres un joven judío, durante la ocupación nazi de Polonia y después vives casi toda tu vida de adulto bajo una dictadura comunista, es probable que no tengas muy buena opinión sobre los seres humanos”.
La figura de Lem se ha agigantado con los años y en el mundo hasta convertirse en un referente absoluto de la literatura a secas y no solo de la literatura fantástica, aunque en su natal Polonia el escritor no es muy bien visto por el gran público debido a su ateísmo puntual y su desdén por la Iglesia y el Papa. En algún momento dijo: “Soy ateo por razones morales. Soy de la opinión de que se reconoce a un creador por su creación, y el mundo me parece que está ensamblado de una forma tan dolorosa que prefiero creer que no fue creado por nadie a pensar que alguien creó toda esta maldad intencionadamente».
“El hospital de la transfiguración” es muestra de una profunda misantropía racional. Lem, no albergaba demasiadas esperanzas para el futuro de la humanidad y en su “Suma tecnológica” -si bien de modo juguetón y sin tomarse demasiado en serio- advierte todas las inseguridades que le provoca el avance de la ciencia y la técnica en manos y cabezas de seres tan poco fiables como nosotros.
Su visión del mundo –lo mismo en las mazmorras-sanatorio de Polonia, que en los extraños planetas tipo Solaris- es francamente pesimista y sus personajes más sabios se alegran incluso de la incapacidad de la mente humana para relacionar todos los conocimientos que la ciencia encierra. Como si la ignorancia fuera en realidad una estación plácida y más o menos segura. Porque “cuando las ciencias –hasta ahora separadas, deshilvanadas, contradictorias incluso- encuentren una síntesis, un hilo que las lleve en una sola dirección, descubrirá la perspectiva terrible de la realidad y el lugar inmundo que ocupamos en ella”.
“El hospital de la transfiguración” no es un libro edificante para la navidad y tampoco sirve de autoayuda para cumplir los buenos propósitos de año nuevo. Pero es una obra importante, incluso necesaria, para no hacerse demasiadas ilusiones en la redención humana. Es un libro –dicen incluso, que sobre hechos verdaderos y documentados- acerca de lo que los humanos somos capaces; del bien, que solo puede traer la muerte, porque la vida, en ese hospital -y fuera de él- es el mal.