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IETD Recomienda SECCIÓN ESPECIAL: SAN QUINTÍN

Stiglitz en San Quintín

Francisco Báez Rodríguez

La Crónica

12/05/2015

 

Las notas que se llevaron la principal en las ediciones de Crónica este fin de semana parecerían tocar temas muy diferentes, pero en realidad tienen algo en común.
El viernes, en el marco del Foro Económico Mundial – Latinoamérica, Joseph Stiglitz advirtió sobre los peligros de una política de austeridad en México. El sábado en la madrugada, un grupo de policías estatales reprimió a jornaleros en San Quintín, con el argumento de que “iban a incendiar un rancho”. A la represión siguieron enfrentamientos, y provocaciones de grupos extremistas ajenos a los trabajadores agrícolas.
¿Qué tienen en común las declaraciones de un premio Nobel sobre la economía mexicana y el conflicto que se vive en el Valle de San Quintín? Que las políticas económicas tradicionales —contra las que advierte el economista— son el caldo de cultivo perfecto para que detonen problemas como el de los campos bajacalifornianos y se generen condiciones que dificultan la gobernabilidad democrática.
El objetivo de toda política económica debe ser buscar maximizar el bienestar de la población. La principal dificultad estriba en conocer la dinámica del sistema, para que un pequeño aumento del bienestar hoy no se convierta en una disminución notable del bienestar mañana. De ahí que se deba buscar un crecimiento con estabilidad. Pero nunca hay que perder de vista el objetivo central, que es el beneficio de la gente, de los seres humanos de carne, hueso y sueños.
Durante años, el objetivo central de la política económica no ha sido la gente —y mucho menos su bienestar—, sino la estabilidad en los indicadores macroeconómicos. Equilibrios estadísticos que se vuelven más importantes que las vidas de quienes los forman. Aferrados a un modelo, que demostró su inoperancia en la crisis financiera mundial de 2008, es difícil encontrar la salida y los pequeños problemas se vuelven gigantescos. En tanto, las condiciones materiales de las mayorías siguen deteriorándose.
Después de que se aprobara una serie de reformas destinadas a detonar el crecimiento del país, el comportamiento de una variable que se salió del guión preestablecido –los precios internacionales del petróleo- provocó una reacción pavloviana en los hacedores de política económica: regresar a las medidas ortodoxas de austeridad, que hace rato no funcionan, e intentar competir epidérmicamente, a través de la baratura de la mano de obra. Como en San Quintín.
La restricción al gasto puede impactar negativamente el combate a la desigualdad, dice Stiglitz. La austeridad reduce el potencial de crecimiento económico, añade. Los beneficios de las reformas se van al caño (no lo dijo con esas palabras, pero lo dio a entender).
¿Qué nos queda si las políticas sociales se convierten en meros paliativos dentro de un sistema que maximiza la desigualdad?
Suceden dos cosas: por un lado, hay una lucha sorda por hacerse de los beneficios de los programas sociales. Esta lucha se da tanto entre los distintos grupos de beneficiarios potenciales como entre partidos y organizaciones que quieren obtener ganancia política de su supuesto altruismo. Una pésima receta para la normalización democrática, que se ve reducida al clientelismo más burdo. Lo estamos viendo en las campañas.
Por el otro, sucede que cuando la maximización de la desigualdad es llevada a su punto más alto, el resultado es una explosión social de inconformidad. Es lo que hemos visto con los jornaleros de San Quintín. La política económica de austeridad es la receta para que hechos similares se repitan.
Esa combinación, hay que decirlo, equivale a una suerte de retroceso en el tiempo. Equivale a olvidar, en la práctica social, años de transformaciones y de modernización. Por eso no extraña que, en algunas zonas del país, se den a conocer condiciones de explotación similares a las del porfiriato (y, no casualmente, que las fuerzas policiacas reaccionen ante las demandas y exageraciones de los patrones de una manera muy similar a como lo hacían hace 109 años).
¿Queremos mantener baja la productividad del trabajo? Prodiguémonos con dádivas y transferencias a grupos vulnerables, y favores a quienes medran en la economía informal, a cambio de su apoyo político, pero no hagamos nada para mejorar las condiciones laborales de quienes tienen empleo, ni fomentemos el crecimiento del mercado interno, ni apostemos por la inversión o la ciencia y la educación. Aseguremos una y otra vez que no habrá aumentos salariales hasta que crezca la productividad (olvidemos convenientemente que los salarios se achicaron prácticamente por decreto, en tiempos de la hiperinflación delamadridista).
No veo mejor receta para darle vueltas a la noria económica.
Stiglitz pidió a México no seguir el ejemplo de Europa, que lleva varios años en el estancamiento económico y que sufre de un creciente desencanto político, además de expresiones de violencia ciega. Algo de esa violencia ciega —que de anarquista no tiene más que una leve pátina— hemos ya visto en México. Y en San Quintín.
Pero lo más probable es que las palabras de Stiglitz hayan tenido una escucha selectiva. Hay quien sólo presta atención a los halagos. Y hay a quien no le gustan las advertencias, porque obligan a repensar las cosas. Y nada es tan difícil para algunos, encerrados en su esquema teórico, que pensar fuera del círculo.
En esas condiciones, la conflictividad social no puede sino ir en aumento.