Rolando Cordera Campos
El Financiero
23/07/2020
La información es contundente: por más de un año la industria en su conjunto ha decrecido y las manufacturas han acentuado su caída. No se trata de sectores marginales o de salida de nuestra estructura productiva y económica en general. Tales desplomes se dan en un contexto abigarrado de concentración del progreso técnico y de los frutos de la productividad donde predomina una heterogeneidad que el libre comercio y la competencia supuestamente iban a desterrar del horizonte mexicano.
Esos descensos, además, nos remiten a configuraciones históricas que podrían marcar el futuro económico del país; sobre todo, su lugar en la economía regional que pueda surgir después de la drástica caída actual y de la que se extenderá tortuosamente en el tiempo, porque lo que se juega es mucho más que el sube y baja de una recuperación “normal”. Tal es la detallada crónica que el Instituto de Desarrollo Industrial y Crecimiento (IDIC) nos ofrece en su Voz de la Industria más reciente dedicada a examinar las fragilidades mexicanas y no solo las que aquejan a la industria.
Metidos en un pozo profundo, podemos soslayar señales y alertas cotidianas que, en el caso industrial, puede llevar a negaciones de corte mayor, por la incidencia estratégica que la industria tiene y ha tenido para México por muchas décadas. Desde los años treinta del siglo XX, para no ir más lejos, la industria y sus manufacturas se implantaron en el corazón y las mentalidades de nuestra economía política y de ahí no las movieron ni las traumáticas convulsiones de fin de la Segunda Guerra, ni las que hemos vivido desde 1982 en que se decretó el fin de una era y con ella el de la propia actividad transformadora.
Esa coyuntura, de hecho, “hizo época”. Marcó muchas decisiones, excesos y omisiones que, a su vez, sellaron las peculiaridades de nuestro particular fin de siglo y milenio mexicano.
Como componente primordial de un proyecto nacional, la industrialización pasó a retiro al calor de la tormenta devaluatoria y la cercanía de la hiperinflación que asoló familias y mentalidades en la década de los ochentas. Entrados en los senderos de la apertura globalizadora, no hubo campo para recrear los panoramas que habían cautivado imaginaciones y anhelos de grandes grupos de interés, de profetas del progreso y oficiantes de una modernización que “ahora sí” se implantaría no sólo en la economía sino en la política y hasta en la cultura.
Para lograrlo, teníamos de nuestro lado a los dioses milenarios y la riqueza con la que habían bendecido el subsuelo: el petróleo se tornaba panacea y la decisión de usarlo para fines reproductivos mayúsculos se había alojado en los propios corredores del poder recién llegado a Palacio. Adiós a las crisis y sus penurias, era la consigna que daba vuelo a la “Alianza para la Producción” del presidente López Portillo.
La “alianza” que algunos insistíamos en ver como “nacional y popular”, sería coronada por una producción económica protegida de fracturas, merced a la abundancia de divisas. El renacimiento mexicano anunciaba la buena nueva: el presidente López Portillo hablaba de administrar la abundancia y presumía un programa industrial nacional que aseguraría una buena siembra de la riqueza petrolera y la reproducción ampliada de una industria que ya entonces empezaba a dar muestras negativas de su dependencia de la importaciones y su ineficiencia tecnológica y para exportar con dinamismo.
Todo era fiesta, hasta que los precios del crudo nos jugaron una mala pasada y el Banco de la Reserva Federal mandó a parar. El ajuste extremo para capear la crisis de la deuda canceló horizontes imaginarios y viables y se impuso un realismo más que sospechoso. El nuevo vademécum mitificado en el Consenso de Washington impuso nueva habla y prioridades; más que industrialización, competitividad; modernización más que desarrollo; mercados más que Estados.
Y, sin embargo, los mandatos al uso del mundo unipolar no impidieron, en algunos casos impulsaron, nuevos brotes industriales, victorias comerciales, renovadas figuras para el financiamiento. Y, sobre todo, otros caminos para transitar hacia una nunca definida ni precisada integración regional con el Norte centrada en una industrialización novedosa; para no pocos se tornaron proyectos de inversión y aventuras asociativas. En fin, el capitalismo global se naturalizaba en tierra de indios.
Hoy, el panorama es desolador y el decaimiento industrial del mundo se ensaña sobre la fragilidad secular de México. “La magnitud de la crisis se conoce: la mayor caída industrial desde 1934 (…) una contracción de la economía en su conjunto que podría implicar un retroceso del PIB superior al 7.0 por ciento en el 2020”, afirma con aliento angustiante el Instituto de Desarrollo Industrial y Crecimiento, IDIC, comandado por el colega José Luis de la Cruz (La voz de la industria, núm. 224, 20 de julio). Y agrega: “(…) la fragilidad de México. No contar con un programa de reactivación económica que reconozca su fortaleza (un Acuerdo Nacional con los motores del crecimiento) y una estrategia de desarrollo para la generación de empleo, un Acuerdo Nacional que integre toda la cadena productiva de México”.
Más allá de registrar el inventario de nuestros desperfectos e inconcebibles rezagos en educación, formación de cuadros y tecnologías urge asumir, por el bien de México, que nos circunda una crisis mayor inscrita en las coordenadas centrales de la Gran Depresión.
Un programa nacional de inversiones que reconfigure la economía mixta; gastos de emergencia para atenuar la crisis social que las quiebras masivas y el desempleo subsecuente están ya propulsando; hacer del Congreso el foro para desatar la recuperación y dirigirla a un desarrollo sostenible: acción inmediata y reconquista del largo plazo.