José Woldenberg
Reforma
21/09/2017
Miércoles 20 de septiembre. Diez de la mañana. Han transcurrido menos de 24 horas. No tengo humor para escribir sobre ningún tema que no sea el del temblor. Y sin embargo, no sé qué decir que no resuene como un mega lugar común. La catarata de comentarios será tan monumental como los escombros que acabaron con demasiadas vidas. No puede ni debe ser de otra manera. Hay que hablarlo. Resulta terapéutico o por lo menos eso dicen. Pero no puedo.
Por ello, he decidido transcribir solamente un pequeño capítulo de una novela, para mí, entrañable: Temblores de Mario Huacuja Rountree (Siglo XXI. 1985), que además puede leerse como un cuento.
“Uno de los que sobrevivieron para decirlo fue Miguel Ángel Camacho Láinez. Era uno de los contados habitantes de la ciudad que, en ocasiones muy especiales, soñaba a colores, y sus fantasías lo paseaban por los jardines de la ventura: hazañas de legendarios héroes, ciudades antiguas, frutas, mujeres, remolinos de mariposas. Entrada la noche de la catástrofe, a Miguel Ángel se le desbarató el sueño cuándo escuchó voces familiares en la habitación contigua, y salió molesto y callado de su casa. Al tocar la calle, se guardó las manos en los bolsillos del pantalón y caminó sin rumbo fijo varias cuadras. La ciudad era una red de calles angostas, vacías y silentes. El día la colonizaba con la algarabía de los mercados, el tecleo de las oficinas, el pulular de la clientela de los comercios. El anochecer dejaba caer sobre ella una calma de grillos y olores levantados de la hierba. Pero aquella noche el alma de Miguel Ángel no hallaba sosiego. Después de deambular un poco, estuvo un rato largo sentado en la banca de un parque, y ahí le molestó el perfil de las ceibas, altivo y sin elegancia; el color de las buganvilias, opaco por la noche; los tabachines que dormían sin flores. Se levantó con rencor, caminó hasta la Plaza de Armas, eludió la mirada vigilante de un soldado apostado en una esquina del Palacio Nacional, entró en la catedral con aire de prófugo buscando a Dios y no lo halló. Lo que halló fue la efigie severa de un santo sin nombre, que había llegado a aquellas tierras desde los episodios olvidados de Don Vasco Núñez de Balboa, y que lo veía con su vetusta mirada de madera. “Por esos ojos entró el temblor”, dijo después Miguel Ángel, porque la figura se partió en dos como tocada por un sable sarraceno, y a partir de esa especie de muerte se escucharon rugidos de mar embravecido en plena llanura. Las sacudidas de la tierra lo hicieron hincarse en el pasillo que conducía al altar, y desde ahí observó despavorido las grietas que aparecían en los muros, el estallido de los vitrales, los ángeles que caían de sus nichos con la espada por delante. Aquello era el diablo gobernando el mundo, las brujas agitando sus calderas entre carcajadas, los dragones de varias cabezas escupiendo flamas. Con la frente en el suelo y las manos en la nuca, Miguel Ángel empezó a rezar lo poco que sabía. En esa posición permaneció uno, dos, varios minutos, hasta que un rumor de lamentaciones entró por las puertas de la catedral y se alojó en la cúpula, lanzando ecos de tristeza y miedo. La tierra respondió con un espasmo final, y el suelo se sacudió como potro no domado que logra desatarse. Cayeron piedras enormes del techo de la iglesia, y el mundo se hizo oscuridad y polvo. Miguel Ángel permaneció en el suelo hecho un ovillo, y estuvo en espera de una nueva sacudida hasta que los primeros rayos del sol le dieron color al polvo levantado. Como pudo, avanzó por los suelos del templo escalando piedras derrumbadas, se arrastró entre los escombros y salió a la claridad del alba, donde unos brazos de mujer lo levantaron con sus seis años de pánico.
“-Niño –le dijo la mujer, con la pintura de los párpados escurrida en las mejillas-, ¿qué estabas haciendo aquí?
“-Nada señora –respondió Miguel Ángel-, me salí de mi casa porque mis papás se estaban peleando; pero no lo vuelvo a hacer, de veras”.
Una ficción con final feliz que por desgracia no siempre puede replicarse en eso que llamamos realidad. Lo que sin embargo no cambia es lo que Mario Huacuja subrayó desde entonces: “los terrores más antiguos de los hombres” se vuelven a “exhibir en toda su desnudez” cada vez que la tierra nos sacude sin aviso previo.