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El debate público

Temporada de deseos

Jorge Javier Romero

Sin Embargo

29/12/2022

La temporada se presta para la sensiblería y la grandilocuencia cursi. Los buenos deseos son el tópico que corresponde al fin de año, precedido por las celebraciones del solsticio de invierno. No voy a caer en la pedantería de denostar la práctica y haré aquí mi aportación al listado de anhelos públicamente compartidos.

El deseo tiene de manera inevitable un alto contenido de fantasía y en navidades solemos fantasear con estados de felicidad, de salud, de amor. De ahí que a mí me haya dado en estos días por imaginar mi república amorosa, influido, sin duda, por la fortuna de estar viviendo una realidad social y política muy cercana a la que he anhelado toda mi vida para México: desde hace tres meses vivo en España, donde estuve un lustro hace ya más de un cuarto de siglo y a la que vuelvo para encontrar muchos cambios para bien.

La España a la que he vuelto en mi madurez no es la Jauja imaginaria; no es, desde luego, una sociedad plenamente reconciliada, sin conflicto alguno. Y no está, faltaba más, gobernada por arcángeles. Está irresuelto el independentismo catalán y siguen existiendo grietas importantes en la relación entre el País Vasco y el Estado central, la polarización entre la izquierda y la derecha se ha acusado y el lenguaje político se ha tornado soez; con relativa frecuencia surgen escándalos de corrupción. Sin embargo, la vida cotidiana funciona de manera casi ejemplar, con niveles bajísimos de violencia, con servicios públicos de calidad, infraestructura en buen estado, sanidad pública funcional, aunque mejorable, educación universal garantizada y bajos niveles de pobreza.

La España que encuentro casi tres décadas después es mucho más diversa que la que conocí en la década de 1990 y mucho más tolerante. Por supuesto que existe racismo y personas con prejuicios y mitos antimigrantes, pero la mayoría convive cotidianamente con inmigrantes latinoamericanos, magrebíes, subsaharianos y europeos del este. Una vigorosa comunidad china se ha hecho con el control del pequeño comercio de barrio y uno se encuentra una diversidad de cocinas de todo el mundo, inexistentes en mi época madrileña.

En 25 años, el metro de Madrid es del doble de tamaño que la que conocía y la red de trenes de cercanías funciona gratuitamente con puntualidad y comodidad. España está completamente conectada por trenes de alta velocidad. Y la seguridad es extraordinaria: el número de crímenes violentos es muy reducido, aunque subsiste la violencia machista y el feminicidio, pero los delitos contra la propiedad mantienen niveles aceptables.

Existe un Poder Judicial autónomo, cuyas decisiones se acatan, aunque se les cuestione. Es frecuente que los políticos corruptos acaben en la cárcel, sin distinción de partidos y sin que exista la sospeche de que se trata de venganzas personales de quienes detentan el poder. Además, la coalición de izquierda que gobierna actualmente, aunque con una agenda que a veces se antoja demasiado woke, se ha empeñado en una política social eficaz para proteger a los más débiles frente a los choques económicos provocados por la pandemia y por la inflación subsecuente.

En fin, que mal que bien, la política resuelve los conflictos derivados de la diversidad social y cultural y la administración pública gestiona razonablemente los servicios que el Estado ofrece a cambio de impuestos. Por supuesto, la tasa de recaudación fiscal como porcentaje del PIB es alta, pero a trancas y barrancas la economía española va tirando. En resumen, el Estado funciona.

Y esa ha sido mi aspiración para México: un Estado decente y que funcione, para usar la afortunada fórmula del escritor Javier Cercas. No el paraíso terrenal de la igualdad sin propiedad, ni la sociedad uniforme sin contradicciones ideológicas ni visiones morales contrastadas. Solo un país que tenga una organización estatal que resuelva problemas y vaya produciendo mejores condiciones de vida para todos, atempere la desigualdad, garantice la seguridad y preste buenos servicios públicos.

A diferencia de la mejora que he visto ahora en España, México está mucho peor ahora que cuando volví en 1995. La violencia se ha exacerbado, la infraestructura se ha deteriorado, el metro de la Ciudad de México se cae a pedazos y, con excepción de algunos barrios gentrificados, es más fea que antes. Todas las ciudades medias han crecido sin transporte público de calidad, las carreteras son trampas mortales, la sanidad pública es deplorable y la educación está en estado catastrófico.

Es verdad que este Gobierno ha sido un desastre y que durante estos años se ha retrocedido en algunos aspectos en los que hubo mejoras incrementales en las décadas previas, pero el Estado mexicano ha sido históricamente una calamidad de ineficiencia y corrupción, una maquinaria extractora de rentas capturadas como botín por unos políticos especializados en reducir la violencia a través del intercambio clientelista, la venta de protecciones particulares y la negociación de la desobediencia de las leyes.

La actual coalición de poder es una de las expresiones más bastas de esa idea de la política: como instrumento de apropiación patrimonial de los recursos públicos. De ahí que mi deseo fantasioso es que, al final del actual gobierno, de entre las ruinas, surja la posibilidad de reconstrucción a partir de una profunda reforma del Estado, que cambie radicalmente los incentivos de la política, para convertirla en un espacio de deliberación de proyectos, donde los distintos partidos asuman que van a dirigir temporalmente una maquinaria que de suyo tiene funciones permanentes, que no van a cambiar a capricho del gobernante.

Como suele repetir Adam Przeworski, si la política no tuviera consecuencias distributivas nadie la haría; sin embargo, es posible imaginar una política con consecuencias distributivas progresivas y no regresivas. Donde los políticos compitan no por controlar la capacidad de otorgar contratos de obras públicas a sus compadres y cómplices o por apropiarse de recursos en beneficio suyo o para mantener sus clientelas, sino por ofrecer proyectos de gestión y horizontes de políticas que resuelvan problemas, disminuyan el conflicto social y brinden mejores servicios.

Esa es mi utopía y como buena utopía solo es alcanzable de manera muy limitada e incremental. Sin embargo, existen experiencias sociales en el mundo que nos muestran que sí se pueden hacer mejor las cosas.