Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
20/09/2018
A un año del segundo terremoto más devastador de la historia de la ciudad de México, de manera más que oportuna, Ricardo Becerra y Carlos Flores han publicado un libro necesario para entender la manera en la que el gobierno y el legislativo de la Ciudad de México abordaron la emergencia y la reconstrucción. En parte crónica, en parte análisis de política pública, Aquí volverá a temblar es un texto que aporta mucho a la comprensión de las inercias más dañinas de la trayectoria institucional informal de la operación estatal en México.
Los autores del libro fueron protagonistas de la actuación del gobierno de la ciudad frente a la tragedia y terminaron renunciando ante la imposibilidad de continuar con su labor de acuerdo con las directrices técnicas y los principios éticos que se habían propuesto, por la actuación de políticos ávidos que pusieron sus intereses electorales por delante de las urgencias de los damnificados y las necesidades de la ciudad herida. El texto que escriben contiene, así, la intensidad y la pasión derivada de la convicción y el compromiso, pero no por ello deja de ser un análisis serio del proceso de toma de decisiones políticas y sus consecuencias, “un balance, un intento por responder qué ha avanzado correctamente y qué hemos hecho mal en la reconstrucción de nuestra ciudad”.
Compuesto por tres partes, un prólogo y un epílogo, el libro parte de una reflexión general sobre el terremoto, sus consecuencias y sus enseñanzas para el futuro, para adentrarse en los testimonios del desastre. Casos concretos de tragedias vividas por personas de carne y hueso, mucho más allá de las estadísticas frías o las notas apresuradas de la prensa. Es también la crónica de la experiencia de los autores en la calle, en el día a día del trabajo del comisionado para la reconstrucción y de su lugarteniente. En ese primer capítulo hay historia política e historia social condensadas. Se leen en esas páginas el miedo, la rabia, la desesperación de los afectados a los que la tragedia les cambió la vida para siempre; se recrea la imagen de la destrucción, la desconfianza frente a los funcionarios de un Estado tradicionalmente ineficiente y depredador y a unos políticos que solo buscan sacar provecho de las necesidades de los afectados. Es una fotografía de muchos de los males de nuestra vida en común agrandados por la emergencia.
El segundo capítulo es un análisis empírico del proceso de toma de decisiones en políticas públicas. Es la recreación, casi día a día, de los debates en torno a las estrategias y las acciones que debían aplicarse. Es una crítica a la manera en la que los medios de comunicación narraron los hechos. Hay en esas páginas una reflexión sobre la forma en la que la subjetividad emocionada nubla la visión de la tragedia y empaña la posibilidad de imaginar el futuro de la ciudad lacerada. Y también están ahí los intereses mezquinos, la “racionalidad” egoísta de quienes pretenden medrar con la desgracia. Hay en esas páginas una crítica al maniqueísmo y a los tópicos, como aquel que plantea de manera burda una dicotomía insalvable entre las bondades de la sociedad civil y las maldades del Estado.
La tercera parte de este testimonio reflexivo saca lecciones relevantes del 19 de septiembre, pero no de manera moralizante o sensiblera; se trata, en cambio, de una crítica práctica a uno de los centros nodales de la trayectoria institucional mexicana: el clientelismo, expresión cruda del tipo de orden social de acceso limitado que caracteriza al Estado mexicano desde sus orígenes. Un mal congénito que implica una relación de subordinación de los grupos vulnerables respecto a quienes detentan el poder político y deciden el uso de los recursos públicos. En ese marco de reglas informales, los derechos, las prestaciones y los programas no son de acceso universal, con base en reglas claras, sino que se intercambian por apoyo político o votos.
La narración del fracaso de la primera comisión para la reconstrucción de la Ciudad de México deja en claro una de las principales taras del sistema político mexicano: la reiterada captura de los presupuestos y las políticas para beneficio de intereses estrechos. Una comisión que, como se narra en el libro, se dedicó a escuchar a los damnificados de manera directa y a analizar y evaluar las opciones técnicas a la mano para emprender la complicadísima tarea de atender a las personas y recuperar la vida y los servicios de la ciudad. Una comisión que propuso la creación de un fideicomiso de carácter público, sin reserva de información, con vigilancia técnica y ciudadana para concentrar en un solo fondo los recursos para la reconstrucción, los cuales se usarían de acuerdo con las prioridades determinadas por el diagnóstico elaborado.
Sin embargo, con el Decreto de Presupuesto 2018, aprobado por la Asamblea Legislativa de la Ciudad de México, apareció un diseño de asignación de gasto que discrepaba del ordenado por la ley de reconstrucción y que provocó el choque de los comisionados con un grupo de diputados, los cuales acabaron por decidir la asignación de los recursos en beneficio de sus redes de clientelas, sin tomar en cuenta todo el diagnóstico producto del trabajo de la Comisión. El objetivo era claro: la apropiación del botín de los recursos de la reconstrucción para alimentar a las bases de apoyo de esos diputados con miras a la elección de este año.
A un año del terremoto, los damnificados que no han resuelto sus problemas son miles. Como bien dice una querida amiga cuya casa quedó seriamente dañada, pero puede ser recuperada, esto aún no se acaba. Los recursos del fondo de reconstrucción son un misterio (seguramente una buena parte de ellos se usó con criterios político–electorales entre los leales de los diputados que se apropiaron de su distribución), hacer los trámites para acceder a ellos resulta un viacrucis, nadie sabe cómo llenar los formatos, entre la Secretaría de Desarrollo Urbano y Vivienda, el Instituto de Seguridad en la Construcción y la segunda Comisión para la Reconstrucción no se aclaran y plantean cosas distintas, con lo que las víctimas del 19 de septiembre no solo lo han sido de la naturaleza, sino también, y quizás más, de la corrupción, de la indiferencia y de la ineficacia de unas autoridades que perdieron la oportunidad de enfrentar la emergencia con criterios técnicos y éticos adecuados. Aquí volverá a temblar, pero mientras las pulsiones clientelistas y corruptas de la inercia institucional mexicana no se corrijan, los daños volverán a ser catastróficos.