José Woldenberg
Reforma
10/11/2016
Lo que empezó como una aparente gracejada, un outsider arrogante y limitado pretendiendo la Presidencia de Estados Unidos, se convirtió en un movimiento exitoso que logró conectar con millones de votantes. Resultó además una sorpresa porque las encuestas previas, hasta el día de la elección, anunciaban otro resultado.
Para que ello ocurriera era necesario un caldo de cultivo. Malestar por la pérdida de empleos, paranoia porque «nuestro» país se nos escapa de las manos, ruptura profunda entre la vida del común de la gente y el laberinto en el que transcurre la política en Washington y súmele usted. Pero lo que inquieta e incluso horroriza es la forma en que un discurso y una actitud que ponen a circular y multiplican los prejuicios, puede suscitar una especie de hegemonía aun en contra de los valores que supuestamente sustentan la convivencia democrática.
Porque el racismo para nada disimulado, la misoginia como jactancia, el orgullo nacional exacerbado, activaron la emoción de aquellos que se sentían o fueron desplazados u olvidados. «La culpa es de los otros», «a ellos debemos nuestros problemas», «hay que construir una fortaleza», «primero nosotros, después nosotros y siempre nosotros», son las consignas implícitas tras los desplantes del que será el nuevo presidente de Estados Unidos. Recordemos que el racismo y la misoginia son el refugio -la defensa- sobre todo de los «perdedores»: blanco, pobre o sin empleo, pero superior a los otros y no se diga a las mujeres. Son el consuelo y la venganza, la autoafirmación y el desprecio.
Trump es además la encarnación del éxito. Ajeno a la política, desenfadado, transgresor (no pagó impuestos), ostenta su riqueza y está rodeado de mujeres guapas (no es casual que el «concurso de belleza universal» fuera «suyo»); aspiraciones de millones que quisieran ser como él. Y su comportamiento de patán que a muchos indigna, a otro tanto fascina. Es el sueño de muchos.
Fue como la pequeña bola de nieve que en su despliegue se convierte en alud, sumando a todos aquellos que real o de manera imaginaria han sido afrentados. Ante ese alud poco importó que la mayor parte del establishment político apoyara a Hillary Clinton, que los principales y más serios medios de comunicación alertaran sobre lo que significaba Trump, que supuestamente la candidata demócrata hubiese ganado los debates, que diversas voces acreditadas en el mundo expresaran su preocupación por los desplantes del empresario. Da la impresión que no existen las vacunas suficientes contra la demagogia, la explotación de los prejuicios y la interpelación a las emociones. Porque la demagogia es, me auxilia el Pequeño Larousse, la «política o comportamiento consistente en halagar las aspiraciones populares para obtener o conservar el poder o para acrecentar la popularidad». Aunque en este caso temo que la demagogia no sea solo instrumental, sino una convicción profunda de Trump. Se trata además de una retórica empática con los prejuicios, de ahí su trato a musulmanes, latinos y todo lo que resulte extraño a la mayoría wasp. Y a lo que apela son a las emociones epidérmicas o profundas que encuentran en él una causa, un guía.
Es además una potente ola antiilustrada. El señor Trump, por ejemplo, no «cree» en el cambio climático. A las evidencias puede hacerlas a un lado para construir retóricamente una conjura de aquellos que solo intentan perjudicar a Estados Unidos. Y preocupa además -como si lo anterior fuera poco- que lo que se esté proyectando en Estados Unidos sea una política explícitamente anclada en referentes raciales. Esos referentes, que por supuesto existen en la realidad, pueden empezar a substituir las añejas coordenadas políticas -liberales, conservadores, izquierdas, derechas-, para construir un antagonismo básicamente étnico, lo cual no presagia nada bueno.
Obama representó el triunfo de la diversidad, la tolerancia, la ilustración, la apertura y la comprensión hacia los otros. Hoy, el péndulo viaja hacia el otro extremo: la aspiración de supremacía blanca, la intolerancia, la cerrazón, el oscurantismo.
Trump representa un cambio. Sí. Pero un cambio para mal. ¿Es necesario recordar que las cosas siempre pueden ir a peor? Por ello no resulta muy sensato arremeter contra todo de manera indiferenciada.