Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
17/08/2020
Después de la pandemia seremos los mismos. Más cansados y aburridos, quizá con nuevas ganas para recorrer las calles y socializar cara a cara, pero esencialmente seguiremos siendo los mismos de antes. Algunos tendrán más kilos o menos dinero, otros habrán acumulado lecturas u horas en Zoom, pero cuando haya pasado la emergencia cada quien, a su manera, reconstruirá las rutinas de antes. Por supuesto nada será igual pero al mismo tiempo, en esta versión global y epidémica del Gatopardo, será poco lo que verdaderamente habrá cambiado.
Desde hace medio año, algunas voces célebres han asegurado (eso sí, cada vez menos) que el mundo se transformaría debido a la conmoción por esta tragedia. En esa oleada de bienaventuranzas se han repetido promesas como las siguientes:
—La naturaleza nos ha recordado tan contundentemente lo mal que la hemos tratado que, a partir de ahora, se afianzará una conciencia conservacionista que detendrá el deterioro ambiental.
—El empleo intensivo de tecnologías digitales modificará para siempre nuestras maneras de aprender, trabajar y comunicarnos.
—Para enfrentar al coronavirus los gobiernos han tenido que apoyarse en el conocimiento y en la participación de los ciudadanos. Esta experiencia abrirá una nueva oleada democrática.
—El neoliberalismo, y de manera más amplia la economía de mercado, han demostrado que están exhaustos. A partir de la pandemia el mundo accederá a sociedades menos inequitativas.
—La gente, después del aislamiento, será más solidaria. Ya que para superar la epidemia habrá sido necesaria la cooperación de todos, al reconocernos en ese esfuerzo colectivo seremos más comprensivos y empáticos.
Propalar esos augurios se ha convertido en una actitud políticamente agradable. Después de meses de encierro, con la catástrofe sanitaria que no tiene para cuándo acabar y la crisis económica que ya vemos empeorar, preferimos soñar que al final del túnel nos aguarda un arcoiris. Qué más quisiéramos, pero la realidad nos ofrece otros datos.
La sociedad del plástico y el petróleo, de la contaminación atmosférica y del desperdicio que tanto deploramos en público pero que acentuamos con tantas de nuestras costumbres privadas, se apoya en una cadena de negocios e intereses que no parecen estar declinando. Las energías fósiles siguen siendo prioritarias y no hay un movimiento global capaz de trastocar esa tendencia. Peor aún, países como el nuestro intentarán resarcirse de la crisis financiera redoblando la explotación petrolera aunque, en rigor, no tiene futuro. Si en Estados Unidos gana Joe Biden es altamente posible que haya un nuevo impulso a las opciones limpias y las apuestas al pasado energético, como la refinería que tanto anhela nuestro Presidente, será con mayor motivo un desperdicio. Las energías no contaminantes son obstaculizadas por la ignorancia y la dependencia. La pandemia tiene efectos paradójicos: el miedo a contagiarse en el transporte público ha intensificado el empleo de bicicletas pero también la venta de automóviles. No hay evidencias de que con motivo de esta crisis se esté formando una conciencia ambientalista y planetaria. Permanecemos horas conectados a las pantallas sin preguntarnos cómo se genera, y con qué consecuencias, la energía que las ilumina y enlaza.
En la pandemia afinamos y extendemos nuestras destrezas digitales, compramos en Amazon, nos encontramos en Zoom, consumimos largas series de Netflix y quienes podemos hacerlo trabajamos a distancia. Pero todo ello es resultado de la conveniencia y el esfuerzo individuales. Salvo excepciones, no hay proyectos generales para respaldar ni propiciar los enlaces digitales. Empleamos redes privadas por las que pagamos y que, más o menos, han mantenido un desempeño plausible si tomamos en cuenta el incremento en la demanda y las dificultades técnicas para darles mantenimiento en condiciones de epidemia.
El gobierno se encuentra no sólo ausente, sino ahora, además, contrario al aprovechamiento de las plataformas digitales, como sucede con las clases a distancia que serán por televisión. La pandemia acentuó el empleo de las plataformas digitales pero esos recursos multiplicarán sus ventajas en donde haya Estado capaz de respaldarlos. Aquí, por ahora, no.
Ya se puede emprender un corte de caja, así sea provisional, del desempeño de los gobiernos ante la pandemia. Cuando se hace caso a la ciencia los contagios han sido atajados (con sus asegunes, porque en todos lados hay personas que no atienden recomendaciones o instrucciones). Por otra parte los intentos para menospreciar la gravedad de la epidemia demoran las medidas que hacen falta, desorientan a los ciudadanos y ocasionan más enfermos y decesos. Las vacunas que nos librarán de esta pesadilla serán posibles gracias al conocimiento científico respaldado por inversiones cuantiosas y por políticas públicas que reconocen la centralidad que la ciencia y la tecnología han alcanzado en el mundo contemporáneo.
Como todos sabemos, y deploramos, hay gobiernos reticentes a ese conocimiento y su ignorancia o contumacia la pagamos los ciudadanos. Lo sorprendente no es la incompetencia de esos gobiernos, ni el costo social de sus decisiones, sino el respaldo que aún tienen. A pesar de las necedades que tuitea y dice, a Donald Trump lo respaldan cuatro de cada 10 estadounidenses. Es altamente posible que pierda la elección en noviembre, pero ese apoyo de al menos 40% indica que se trata de una sociedad con mucha gente dispuesta a seguir a un cretino.
En México el desempleo y el subempleo afectan a por lo menos 30 millones de trabajadores y en pocos días llegaremos (según las cifras oficiales, que los especialistas dicen hay que multiplicar por tres) a 60 mil fallecimientos por covid. Aun así, el Presidente tiene la aprobación de la mitad de los mexicanos. La pandemia no vuelve a las sociedades más activas, ni intensifica su perspicacia política. Por el contrario, existe la posibilidad de que esta crisis, igual que otras en la historia, acentúe el conservadurismo de algunas sociedades. López Obrador, a juzgar por sus hechos y dichos, es el Presidente más conservador que hemos tenido en por lo menos medio siglo.
La economía de mercado, lejos de declinar, es la salvación para la crisis actual. Hoy ayuda mucho que, quienes pueden, consuman para que las empresas mantengan, o recuperen, empleos y remuneraciones. Por supuesto, para que haya mercado se requiere un Estado con capacidades y decisión para regularlo. En donde el Estado funciona protegiendo el salario de los trabajadores y la actividad de las empresas (aunque para ello tenga que apoyarse en créditos o en nuevas cargas fiscales) se puede anticipar una recuperación menos dolorosa para las sociedades. Pero inclusive en los países donde así está sucediendo se logrará que la gente no pierda demasiado, en comparación con el bienestar previo a la pandemia. Durante varios años no habrá mejoría.
En México, en esta crisis, hemos tenido un Estado fundamentalmente ausente. No deja de ser paradójico que nuestra mayor expectativa dependa hoy de la vacuna que patrocina un consorcio privado. El gobierno mexicano se ampara en la filantropía de la Fundación Slim pero, sin ella, no tendríamos la esperanza que surgió hace unos días. Es una esperanza todavía frágil, porque no hay vacuna ya probada, pero ha traído una nueva confianza.
Hay otras muestras de solidaridad en esta crisis. La abnegación de millares de enfermeras y médicos, el compromiso de quienes en muy variadas tareas han seguido trabajando a pesar de la epidemia, los propietarios sobre todo de pequeños y medianos establecimientos que hacen enormes sacrificios para no despedir a sus empleados, son parte de la faz virtuosa que ha sobresalido en estos meses.
El anverso de esa magnanimidad se nutre de ignorancia, egoísmo y miedo. Los necios que se resisten a usar cubrebocas, los que acuden a fiestas muy concurridas como si el coronavirus no existiera, los que todavía niegan la epidemia, los que la aprovechan para encarecer productos médicos, los que engañan y explotan el temor de otros, forman parte de esa extendida sociedad insolidaria con la que convivimos y que, en su negligencia, nos perjudica a todos. No se trata de un asunto de clases sociales, ni de luces intelectuales. En todos los estratos y ocupaciones hay palurdos y sinvergüenzas. La pandemia no nos ha hecho más solidarios como sociedad.
Al mismo tiempo en algunos segmentos, no mayoritarios pero significativos, la desazón ante la enfermedad alimenta la superchería y los fanatismos. Hay quienes se amparan en una nueva religiosidad que no necesariamente estorba excepto cuando se contrapone con las recomendaciones médicas.
No habrá un nuevo mundo post Covid-19. Tendremos más de lo mismo, pero más maltratado. Pero transitaremos las calles sin miedo al contagio, iremos a restaurantes y cines, en los estadios los aficionados serán reales, transportarse dejará de parecerse a una ruleta rusa. No será pronto. Quizá ni siquiera hemos llegado a la mitad de esta temporada abominable. Pero la superaremos, si hay vacuna. Si no la hay, entonces sí, de aquella vida sólo quedará la nostalgia.