José Woldenberg
Reforma
17/05/2018
Tom Wolfe fue, sobre todo, un cronista singular de los Estados Unidos de su época. En el inicio, un retratista socarrón de lo que le rodeaba. Y se plantó en el escenario con una escritura en la que el reportero era el centro del reportaje. Asumió que la subjetividad educada, pulida, depurada, junto con su dandismo para nada escondido, eran la fórmula idónea para recrear los delirios, tics, modas y obsesiones de una época marcada por las ansias de reconocimiento y un individualismo subrayado. Un acercamiento comprensivo, pero sobre todo irónico a la realidad carnavalesca norteamericana.
Relató el viaje (en el doble sentido de la palabra) de Ken Kesey y su pequeña tribu de una costa a otra de los Estados Unidos, montados en una vieja camioneta pintada con los colores fluorescentes de la psicodelia, para dar cuenta de ese fenómeno al que algunos llamaron la contracultura (Ponche de ácido lisérgico); retrató regocijado las relaciones entre el “radical chic” y los Panteras Negras, entre los neoyorkinos progres, habitantes del refinado mundo cultural y las proclamas y manifestaciones violentas de los segundos (La izquierda exquisita & Mau-mauando al parachoques); escribió estampas varias de la agitada, alucinada y contestataria década de los setentas, en la que emerge, según él, como nunca antes, un personaje, una sensibilidad, una forma de ser: “El Yo”, del que por cierto, Wolfe es un ejemplo perfecto (Los años del desmadre. Crónicas de los 70).
Y cuando se decide a escribir sus grandes novelas (otra vez en el doble sentido, porque alguna tiene 900 páginas) lo hace con los instrumentos del cronista que sabe observar, oír, recrear; que es capaz de convertir una realidad insulsa en un relato emocionante y conmovedor; que sabe guardar distancia para distinguir entre lo relevante y lo impostado, entre la “nuez” de los asuntos y la parafernalia de manías y léxicos que tiñen una época. Los muchos Nueva Yorks, con sus conflictos latentes y en ocasiones manifiestos entre los habitantes del mundo del dinero, el lujo y la frivolidad y los que anidan en prácticamente otro planeta, el Bronx, con sus pandillas, predicadores religiosos, policías, jueces y mafiosos (La hoguera de las vanidades). El universo encerrado, autosatisfecho y variopinto de las prestigiosas universidades de élite: sus deportistas consentidos, los círculos intelectuales acreditados, los usos y costumbres sexuales, las tensiones raciales, los estudiantes auténticos (Soy Charlotte Simmons). O ese mundo único e irrepetible, inundado por flujos migratorios varios, que confluyen sin mezclarse (o sin mezclarse demasiado), que es el Miami de hoy. Wolfe encuentra fórmulas de entendimiento, tradiciones, valores e incluso lenguajes distintos y distantes que conforman una convivencia vistosa y tensa, cargada de resquemores y miedos apenas disimulados. Y revela a quienes viven entre comunidades enfrentadas y que están incapacitados para quedar bien –y sentirse bien- con ambos mundos. (Bloody Miami).
Wolfe es cronista de una sociedad vital, hipnótica, atrayente, pero centrífuga, recargada de conflictos y tensiones; ensimismada y orgullosa pero cruzada por grupos y tribus que no acaban de construir un nosotros inclusivo. Son sus identidades disímiles las que aportan el colorido, la diversidad, la riqueza a la vida. Y son esas adscripciones estratificadas las que construyen los distintos polvorines en los que se asienta la convivencia difícil entre ellas. La gracia y el talento de Wolfe es que no se asume como ensayista ni, peor aún, como catequista. No pontifica lo que debe ser, intenta develar lo que es según su irónica visión. Capaz de comprender los códigos en los que transcurre la existencia de las clases, grupos y pandillas; de los migrantes, los hippies, los deportistas; y situarlos en espacios distintos (Nueva York, Atlanta o Miami) con sus peculiaridades. No obstante, no se resigna con lo que observa. Es más, sabe quizá que no puede ser un retratista fiel y entonces filtra lo que ve a través del sarcasmo y la sátira. Unos lentes que le permiten convertir lo que toca en una mascarada divertida, una especie de teatro del absurdo carente de solemnidad, pero no de sentido, un baile de máscaras trastornado, complejo, pero fascinante, que no otra cosa es la vida en común.