Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
18/04/2016
El general Salvador Cienfuegos reunió el sábado a 30 mil elementos del Ejército mexicano para anunciar sus disculpas por la tortura a una mujer que dos días antes se conoció en un video. El escenario, la oportunidad y sobre todo el tono de esa alocución resultan inusitados respecto del comportamiento público que suelen tener las fuerzas armadas.
La costumbre del secreto ha sido motivo y coartada para disimular abusos del Ejército, así como para sustraer del escrutinio social decisiones y acciones en el interior de esa corporación. Al mismo tiempo en la sociedad, incluyendo a los medios de comunicación, hasta hace no mucho tiempo era infrecuente que se discutiera el desempeño de las fuerzas armadas.
El video que muestra la tortura a una mujer en Ajuchitlán, Guerrero, no reveló prácticas que los ciudadanos no supiéramos que se cometían. Los amagos con diversos recursos violentos para obtener confesiones han formado parte de las prácticas de organismos de seguridad, incluso del Ejército, aunque no existen datos ni testimonios que permitan documentar con cuánta frecuencia se perpetran acciones de esa índole.
Cada vez más, aunque no sin dificultades, se extiende el reconocimiento de que esas prácticas no solamente son ilegales, sino que además envuelven una inadmisible inmoralidad. Resulta inaceptable que para perseguir a los delincuentes se cometan acciones en contra de la ley. A los criminales es necesario perseguirlos y sancionarlos sin parecerse a ellos.
Por eso el video fue tan contundente. Dos elementos del Ejército y una integrante de la Policía Judicial Federal asfixian a una mujer mientras otra persona graba tales escenas. Dos de los torturadores son mujeres. Quizá esa condición de género fue uno de los elementos que más desasosiego suscitó: dos mujeres atormentando a otra.
El video circuló el jueves 14 de abril por la mañana. Unas horas después la Secretaría de la Defensa informó que desde enero pasado un capitán y una soldado policía militar fueron aprehendidos como presuntos responsables de aquel incidente y son procesados por la justicia militar. Además, se le dio vista al Ministerio Público para que se desahoguen las diligencias que correspondan a la justicia civil. El viernes 15 la Comisión Nacional de Seguridad anunció la detención de la mujer, miembro de la policía federal, que participó en los mismos hechos.
Antes de que creciera la indignación social por tales escenas, o precisamente porque se había extendido demasiado, el general secretario ofreció un discurso insólito, el sábado 16. No escatimó adjetivos para condenar esos hechos: “Los he reunido este día porque es necesario expresar públicamente nuestra indignación…”, dijo ante 30 mil integrantes del Ejército, según el dato que proporcionó la propia Sedena. Varios miles más presenciaron en otros sitios del país la transmisión de esa alocución.
“Sucesos repugnantes, que aunque aislados, dañan de manera muy importante nuestra imagen…”, “actos muy alejados de los principios y valores que se nos inculcan permanentemente”, “hechos deplorables que no sólo nos denigran como soldados; también traicionan la confianza que día a día se ha ganado esta institución ante la sociedad nacional”, dijo el general Cienfuegos.
Los torturadores “actúan como delincuentes… no son dignos de pertenecer a las fuerzas armadas”. Se trata de “actos ilegales de deshonor o indisciplina”; son “actos desleales, contrarios a la ley y a la disciplina militar”. Tras esos enfáticos señalamientos, el secretario de la Defensa Nacional dijo, a nombre del Ejército: “ofrezco una sentida disculpa a toda la sociedad agraviada por este inadmisible evento”.
Se puede considerar que ahora es preciso que esos y otros abusos, además de las disculpas, sean sancionados. Pero es imposible dejar de reconocer un cambio esencial en la conducta de la cúpula del Ejército mexicano que ha sido escasamente proclive a la autocrítica y que suele mirar con recelo la crítica de la sociedad.
Por supuesto, sería injusto considerar que los excesos y delitos de algunos militares definen el comportamiento de todas las fuerzas armadas. También se puede advertir que el castigo a dos o tres abusadores grabados en video no reemplaza la investigación y quizá las sanciones que ameritan otros episodios recientes.
La necesidad de perseguir al crimen organizado, cada vez más prepotente y amenazador, obligó al Estado mexicano a sacar al Ejército a las calles y caminos de todo el país. Gracias a esos elementos de las fuerzas armadas, el crecimiento de la delincuencia no ha sido mayor. Muchos soldados y jefes militares han perecido o han quedado heridos en el combate a la delincuencia, pero también han ocurrido abusos.
Más allá de lo necesaria que ha sido la presencia social cotidiana de los soldados, fuera de los cuarteles, suele tener consecuencias indeseables. La vigilancia sobre el comportamiento de las fuerzas armadas y muy especialmente el desempeño de las comisiones para la defensa de los derechos humanos han sido importantes para evitar o atenuar desmanes en la persecución a los delincuentes.
Pero también es indispensable que la defensa de los derechos humanos sea compartida con plena convicción en las instituciones encargadas de combatir a la delincuencia y ese reconocimiento no es frecuente. Dentro de las fuerzas armadas, así como en significativos segmentos de la sociedad, se mantiene la certeza de que el fin justifica cualquier exceso cuando se trata de perseguir a narcotraficantes, secuestradores y asesinos.
Es imposible pretender que a esos delincuentes se les trate como si fueran hermanitas de la caridad. Pero el cumplimiento de protocolos y el respeto de derechos son indispensables por motivos jurídicos, éticos e incluso prácticos. Que la ilegalidad la cometan los delincuentes, que quienes están del lado de la justicia no se mimeticen con ellos. Y que no se cometan abusos que luego podrían favorecer a los criminales.
La mujer a la que se asfixia en el video ampliamente difundido se encuentra en prisión acusada de colaborar con un grupo de secuestradores, entre otros delitos. Ahora podría quedar en libertad debido a que no se le interrogó de acuerdo con procedimientos legales.
Al general secretario no debe haberle resultado sencillo manifestar la disculpa y admitir el episodio que lo llevó a formular una reprobación tan clara. Que lo haya hecho y además de manera abierta, delante de la corporación a la que encabeza, con prontitud, constituye un gesto plausible.
Falta el castigo a los culpables. La Sedena informó que los militares presos cometieron el “delito de desobediencia”, término que también utilizó el general Cienfuegos. Evidentemente hay otros delitos, más allá de que corresponda sancionarlos al fuero militar o civil.
En casos como éste, la tecnología digital es aliada de la justicia, pero también de los abusadores. Cualquiera con teléfono celular puede grabar y difundir escenas incómodas o reveladoras. En las corporaciones militares y policiacas de todo el mundo es frecuente que los interrogatorios sean videograbados. Así se puede comprobar que los procedimientos legales se han cumplido. En otros casos, cuando hay abusos, quienes los han cometido guardan el video para su propio consumo e incluso para ufanarse de ellos.
El video de la tortura en Ajuchitlán sirvió para documentar un abuso inexcusable, pero su difusión ha sido por lo menos extraña. Nadie ha explicado quién lo colocó en línea, por qué lo hizo y por qué precisamente ahora. Al menos desde hace cuatro meses las autoridades militares estaban enteradas de esos hechos, pero no los hicieron públicos y quizá no se hubieran conocido de no ser por la propagación del video.
Incluso la disculpa abierta que ofrece la Secretaría de la Defensa, y que como hemos anotado tiene gran importancia, no habría ocurrido sin la exposición pública, gracias al video, de los abusos en Ajuchitlán. El general secretario no reacciona sólo a la indisciplina y a los delitos cometidos por dos malos elementos del Ejército. Reacciona, sobre todo, a la publicidad que han recibido tales escenas.
El discurso del general Cienfuegos compromete al Ejército con la preservación de los derechos humanos (“derechos de las personas”, dice). En esa definición no hay debilidad ni claudicación. A la delincuencia sólo se le persigue de manera eficaz sin abusos y con la ley en la mano.