Rolando Cordera Campos
La Jornada
20/09/2020
Los excesos verbales del Presidente, en los que incurre sobre todo en el prime time de la mañanera, han llevado a no pocos observadores y críticos a advertir de los peligros que se ciernen sobre nuestra no tan sólida democracia. Sin que se haya puesto sobre la mesa una iniciativa destinada a alterar la arquitectura alcanzada a lo largo de estos 30 años de vida política plural, sus dichos han alertado a no pocos.
Tales reacciones, en buena medida disímbolas, no pueden desdeñarse, tampoco sus autores deberían ser objeto de burla y escarnio por parte de quienes nos gobiernan. La respuesta pueril del doctor López-Gatell al ensayo de seis ex secretarios de Salud es muestra de esta actitud cultivada en la cumbre del poder constituido.
El razonamiento esgrimido por José Woldenberg el martes pasado en su entrega a El Universal es en este sentido ejemplar, pero no parece haber propiciado una reacción del médico a la altura de su cuidadoso requerimiento. La sorna de la que hizo gala frente a la publicación de los ex secretarios parece ser la pauta del gobierno para afrontar críticas y recomendaciones. Para su escala valorativa, la litis que dirían los abogados, está en otra parte.
Sin menoscabo de la gravedad de la cuestión sanitaria, de la salud y la enfermedad como la entendían los entendidos, la conducta de Gatell no es lo único ni lo más grave, si lo evaluamos desde una perspectiva democrática. Antes están las invectivas del Presidente contra el desempeño del INE y varios de sus consejeros, institución que mucho tuvo que ver con su victoria electoral de 2018 y en la que, por cierto, se encuentran buena parte de los dilemas que tendremos que encarar si, en efecto, la democracia está en peligro o si, sin llegar a eso, convenimos en que llegó el momento de deliberar sobre una nueva arquitectura política y electoral.
Luego de esto, pero pronto, tendría que venir la evaluación del sistema político que emergiera de la transición de cara al estado que guardan la economía, el factor social y la seguridad pública, cuestiones siempre soslayadas por todos los actores políticos e ideólogos del tránsito democrático. Y sigue, en estos meses de tonada apocalíptica.
Como se ve, la agenda reflexiva que tendríamos por delante para fortalecer o defender nuestra democracia no es sencilla. La deliberación a que debía dar lugar reclama responsabilidades y compromisos de los actores políticos involucrados en el proceso crucial de construir una representación satisfactoria para el conjunto ciudadano.
No son los mexicanos del pueblo bueno
o del indignado
los que habrán de posesionarse en esta arena deliberativa; de hecho, la noción de pueblo y de su soberanía tendrán que someterse a crítica para arribar a soluciones teóricas y jurídicas que se compadezcan de que el problema principal de nuestra democracia es el de la representación política y su legitimidad. Quizá si entráramos en una ruta deliberativa como la sugerida, podríamos encontrar un territorio común de entendimien-to de la política y la democracia y alejarnos del mundo de la arbitrariedad, de las grotescas guerras del agua o del culto irracional a encuestas y consultas pueriles.
Para empezar, podríamos dejar de ver al INE como enemigo a vencer y tratarlo como órgano sustancial para encauzar la elección, y a los críticos e intelectuales no como traidores, sino como aguijones para el debate. Por los senderos transitados, pronto vamos a topar con un nacionalismo exacerbado, contrario a la razón histórica que nos urge recuperar.
Ayer fueron judíos, gitanos, comunistas. Luego agentes pertrechados por el oro de Moscú. Siempre maquillados por los planes y designios de lo que Gore Vidal bautizó como el Estado de la se-guridad nacional
.
Aquí en Latinoamérica este discurso de odio y exclusión permitió que los militares demolieran lo poco de democracia y estado de derecho que había para someter a Brasil, Argentina y Uruguay. También nos quitaron, criminalmente, una esperanza mayor de civilización y justicia social, como la que encarnaron Allende y la Unidad Popular.
El tiempo y la desolación de aquellos años no deben pasar en balde. Se aprendió a sortear las adversidades y a modular el miedo en bien de la recuperación y el avance democrático. Pero no mucho más.
No hay bandería alguna que hoy legi-time a unas corridas justicieras
que no encuentran más refugio que el maniqueísmo ramplón. Por ahí acabamos huyendo todos.