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El debate público

Trudeau: ¿Sabe de teoría económica?

 

 

 

 

 

 

Ricardo Becerra

La Crónica 

15/10/2017

 

Todos los periódicos de ayer —destacadamente Crónica— destacaron lo que Justin Trudeau, Primer Ministro de Canadá, vino a echarnos en cara —muy amablemente— en el pleno del Senado: para que el TLC se convierta en un juego de “ganar-ganar, hay que mejorar empleos y salarios”.

¿Qué le responden Agustín Carstens, Navarrete Prida, Juan Pablo Castañón, el señor Claudio X. González o los muchos plumíferos económicos, nuestros, de cada día? Pero señor Ministro, no es el momento adecuado; vivimos un pasaje de incertidumbre; la productividad de los trabajadores no lo permite; hay que cuidar la estabilidad. Salvaguardar la macroeconomía es nuestro numen tutelar (como si los sueldos no fueran parte de la ecuación macroeconómica) y claro: los salarios no pueden subirse por decreto.

Todos estos argumentos suenan ridículos en los países civilizados (Canadá, por ejemplo, o Alemania o Uruguay, incluso en Estados Unidos) porque allá los gobiernos y la discusión pública no se tragan el gigantesco engaño en el que aquí estamos metidos: los salarios no son un “precio de equilibrio”, sobre cualquier otra cosa, los salarios son un contrato (como lo sabían David Ricardo, Schumpeter, Sraffa, Keynes o Kalecki).

Un convenio entre personas de carne y hueso (empresario y trabajador) en el cual arriban a un compromiso. ¿Un compromiso que se sostiene en el aire o por la bondad de las partes? Por supuesto que no, es un compromiso que se funda en el poder de negociación de cada uno. Si te representa un sindicato puedes alcanzar un sueldo mayor. Pero si eres un trabajador individual, con baja calificación, lo único que tienes como poder de negociación es la ley, el piso que ella establece, en nuestra Constitución, el salario mínimo.

Y ¿por qué es tan importante el salario mínimo? Porque emite una “señal” al conjunto de contratos que se celebran en el ancho mundo del trabajo. Si el salario mínimo no crece, lo más probable es que el conjunto tampoco lo haga. El salario mínimo deja una marca, una huella, cada año, en el conjunto de la economía. ¿Esto tiene que ver con la “productividad”? En absoluto: el salario mínimo es siempre, en todas partes, un decreto, la señal que el Estado manda para modular (aumentar o reprimir) los millones de contratos laborales.

Y eso lo sabe Trudeau. En el Senado —con elegancia y aplomo— subrayó la necesidad de lograr una mejora de las condiciones laborales y salariales en el marco de la renegociación del TLC. Con oficio político, abordó el espinoso tema, unas horas antes con el presidente Peña Nieto, para evitar sorpresas: Estados Unidos y Canadá sostienen que los salarios en México son arbitrariamente bajos, un artimaña para lograr una competitividad falsa, espuria.

El canadiense declaró: “El presidente Peña y yo hemos hablado de crear oportunidades para la clase media, y sabemos que las condiciones de empleo son muy importantes para conseguir que la clase media mejore”. Ese nuevo capítulo del TLC, el laboral, “es uno de los que más preocupa en nuestras conversaciones”. Tanto Washington como Ottawa quieren que México mejore las condiciones y la retribución de sus trabajadores, para evitar más fugas a su vecino del sur, donde los sueldos son incomprensiblemente más bajos, y que presionan, por eso, a los salarios arriba del Río Bravo.

La vergüenza nacional es inocultable para todo el mundo. En el reciente Informe Mundial sobre Salarios 2017, la Organización Internacional del Trabajo afirma: la participación salarial en el PIB de México es de 35 por ciento, con una tendencia decreciente; en tanto que para Estados Unidos, es del 58 por ciento y con una tendencia ascendente. La CEPAL lo había advertido antes: México tiene la participación salarial, con respecto al PIB, más baja en América Latina (¡peor que Honduras!). En su Panorama Social de América Latina 2016, el organismo afirmó que los salarios tienen una participación de 30 por ciento del PIB, lo cual está por debajo del promedio de la región que es de 40 por ciento. Y nuestro INEGI es más severo: 28 por ciento de la riqueza generada se queda en los salarios, 72 por ciento en las ganancias.

Trudeau lo sabe: los salarios no son resultado de una ecuación calculada y pintada en el pizarrón del ITAM. Es un contrato en la vida real, decidido, por autoridades —las nuestras— que llevan 38 años empobreciendo al salario para sacar ventaja y promover una espuria “competitividad”.

Los artificiales, bajísimos, salarios se han convertido también en un grave problema de nuestra imagen global y de nuestra inserción con la economía mundial. Un argumento más, gracias a Trudeau.