José Woldenberg
Reforma
26/01/2017
La actitud de Donald Trump, flamante y amenazador presidente de Estados Unidos, ha forjado un consenso de repudio en nuestro país. No debía ni podía ser de otra manera. Nos ha insultado, amenazado con deportar, imponer tasas impositivas a las remesas, construir un muro, renegociar el Tratado de Libre Comercio y además ha chantajeado a distintas empresas para que frenen sus inversiones en nuestro país. Sus dichos y bravatas, que pueden convertirse en realidad, generaron un sentimiento de agravio más que justificado. En muy pocos terrenos parece existir un acuerdo tan amplio, un basamento de convergencia tan sólido.
Lo curioso (para utilizar un término débil) es que muchos entre nosotros -políticos, académicos, comentaristas, «oenegeneros» y súmele usted-, utilizan, para plantarse a la mitad del foro, la misma retórica que el arrebatado del norte.
Trump dijo en su primer discurso como Presidente (20 de enero): «Nosotros, los ciudadanos de Estados Unidos, nos unimos ahora en un gran esfuerzo nacional para reconstruir nuestro país y restaurar su promesa para todo nuestro pueblo…La ceremonia de hoy tiene un significado muy especial. Porque hoy no estamos simplemente transfiriendo el poder de una administración a otra, o de un partido a otro, sino que estamos transfiriendo el poder de Washington, D.C., y devolviéndoselo a ustedes, el pueblo estadounidense. Durante demasiado tiempo, un pequeño grupo en la capital de nuestra nación ha cosechado los frutos del gobierno mientras el pueblo ha sufragado los costos…Los políticos prosperaron, pero los empleos desaparecieron y las fábricas cerraron. El sistema se protegió a sí mismo, pero no protegió a los ciudadanos de nuestro país…Todo eso cambiará a partir de aquí y ahora mismo…Lo que realmente importa no es qué partido controla nuestro gobierno, sino si nuestro gobierno está controlado por el pueblo. El 20 de enero será recordado como el día en que el pueblo se convirtió en el gobernante de esta nación nuevamente…».
¿Cuántos entre nosotros todos los días substituyen Washington por partidos, políticos, congresos, gobiernos y hablan y gesticulan como si representaran a esa masa informe y contradictoria a la que unifican bajo el nombre de «pueblo»? La fórmula es sencilla y pegadora. Por eso triunfó Trump y en todo el mundo surgen imitadores o similares que filtran la compleja vida política con un lente simplificador: los políticos por un lado, los ciudadanos por el otro. Los primeros son la fuente del mal, los segundos el manantial de la virtud y curiosamente el que eso afirma es, por supuesto, el representante de los segundos. Todos los partidos son iguales. Así lo dice Trump («lo que realmente importa no es qué partido controla nuestro gobierno»), él y el pueblo son una y la misma cosa (no importa que menos de la mitad de ese pueblo haya votado por él), los únicos beneficiarios del establishment son los políticos, siempre de espaldas a las necesidades de los ciudadanos (no importa que su gabinete esté habitado por una serie de multimillonarios beneficiarios precisamente de lo que retóricamente combate). La receta discursiva es sencilla, elemental, maniquea, incluso tonta, pero eso sí, más que efectiva no sólo en Estados Unidos sino en (casi) todo el orbe. Conecta de manera perfecta con una sensibilidad y unos prejuicios más que instalados, que además todos los días son reforzados por el conocimiento de otra ratería de algún político que queda impune, una carencia social más que lesiva o un proyecto que queda trunco o de plano resulta inútil.
Es la pulsión antipolítica que proclama como ideal la imposible simbiosis entre gobernantes y gobernados, que reniega del laberinto de representación que acompaña a todo régimen democrático, que se ilusiona con una democracia directa sin esas feas criaturas que son los políticos, que explota las promesas no cumplidas de la democracia (por cierto, muchas), para apostar por una figura salvadora, esa sí capaz de comprender, asumir y representar las aspiraciones del pueblo. Sin duda, son malos tiempos por Trump y lo que él significa. Pero también porque su lenguaje (donde empieza ya no digamos toda política sino toda conversación) ha permeado hasta la médula y es compartido -en ocasiones de forma inercial- por millones en el mundo.